Es fácil encarcelar y matar al pobre que se roba una cadena del cuello de una dama, que asesina por un celular o que penetra en un hogar para robarnos la vida si es preciso.
Es fácil aumentar las penas de 30 a 40 años de prisión para los que secuestran y matan. Seguir imitando sanciones de otras naciones y colocar la acumulación de las penas. Todo eso es fácil desde las alturas del poder. Cerrar negocios nocturnos, imponer la ley seca después de las 12 de la noche, imponer un toque de queda militarizando el país. Eso y más, es muy fácil cuando se pretende ocultar las causas verdaderas de la violencia y la criminalidad, cuando se quiere convencer a la población de que la enfermedad está en la sábana, no en el paciente. Como en Brasil y Colombia, donde militares y paramilitares se unen para salir a cazar "delincuentes" que no alcanzan los 15 años de edad, asesinando entre 6 y 10 niños y niñas por noche, con lo cual no sólo se combate la delincuencia, sino que también se va aniquilando la pobreza, mientras los gobiernos anuncian crecimientos económicos exorbitantes que van a parar a las mismas manos de siempre.
Lo que no es fácil es acabar con el crimen de los de arriba, de los que propician la pobreza extrema, la marginalidad y el desamparo de millones de seres humanos en nuestro país y en el mundo. Más de mil millones de personas "viven" con menos de un dólar al día, revela un informe de las Naciones Unidas. Es en ese contexto de pobreza y de marginalidad que el delito y hasta el crimen de los de abajo se convierte en una necesidad en la lucha por la subsistencia. Es una cuestión de vida o muerte que los de arriba enfrentan, no con escuelas, hospitales, fábricas, industria, hogares, bibliotecas, sino con cárceles y muertes legalizadas por un código hecho exclusivamente para los de abajo.
En ese juego desigual, que como dijera el poeta Mateo Morrison, puede que sea la paz de los de arriba, pero es la guerra de los de abajo.
Carlos Marx, padre del materialismo histórico y dialéctico, estableció hace muchos años, que en las sociedades de clases las ideas predominantes son siempre las ideas de las clases dominantes. El Estado, lejos de estar al margen de los intereses de clase, es una expresión de éstos.
Probado está que a mayores índices de pobreza, miseria, indigencia e ignorancia, mayores niveles criminalidad y de inseguridad ciudadana.
En los países donde hay un determinado nivel de educación y de formación cultural, de empleo, vivienda, seguridad social, salud y honestidad, los niveles delincuenciales son muy bajos.
De nada vale que la economía crezca un diez o un 20 por ciento si no hay una correcta distribución de esa riqueza, si el dinero no se invierte en términos sociales y humanos. El problema no es cuánto crece una economía, el problema es como se distribuye la riqueza que produce un país.
El gobierno podrá cerrar colmadones y centros nocturnos, podrá prohibir la venta de bebidas alcohólicas a partir de las dos de la tarde, militarizar por completo el país, encarcelar a todo el que parezca "sospechoso", prohibir las armas de fuego, cerrar con mallas de acero la frontera, matar en intercambios de disparos a los presuntos delincuentes. Podrán colocar un policía en cada esquina -cosa que es imposible-, meter presos a los narcotraficantes -cosa que no hará-, y ni así acabará con la delincuencia y la criminalidad. Porque el problema no está en la sábana. Hay que ir al fondo.
Y eso es lo difícil, porque afectaría intereses demasiado poderosos. Habría que cerrar, no la brecha digital, que es otro bulto propagandístico, sino la brecha económica que separa a ricos de pobres.
Afectar los intereses de los de arriba, incluyendo los intereses de funcionarios del propio gobierno que tendrían que actuar con transparencia y honestidad, es lo que no se hace.
¡Ni se hará! No hay voluntad política, ni interés patriótico.