Lo evidente es que estamos cercados por el coronavirus COVID-19. En el ambiente social en que uno se mueve el riesgo es latente. Ese fantasma microscópico que uno ignora donde está, puede estar en cualquier lugar.
La ciencia ni las oraciones han podido detener su avance. A una teoría sobre cómo frenarlo le sucede otra, y el virus sigue su agitado curso.
La naturaleza humana, de ejercer la libertad, aun en la peor de las amenazas, es un caldo de cultivo para que la propagación de este virus no se detenga. Aunque creo que aun sus habilidades para atacarnos no han sido del todo establecidas por investigadores y científicos.
Desde que se tuvo noticia de la aparición del COVID-19 en China a principio de año, he leído muchos documentos y he escuchado a innumerables expertos y organismos de la salud decirse y contradecirse sobre cómo debe cada persona encarar esta amenaza. Y a falta de una respuesta científica efectiva se observa que toman cuerpo las vaguedades y cábalas hechiceras como solución a virus letal que afecta a los humanos.
De lo que he aprendido en este tiempo es que uno debe guardar la distancia necesarias de las demás personas, usar mascarillas de manera permanente y lavar una y otra vez las manos cuantas veces hasta pos sospecha. La disciplina personal es importante para tratar de evitar contagio.
Pero esas normas se caen si quien rodea a uno no cumple, Y ahí viene el drama: Con que una persona con quien se comparta una vivienda no las acate sería suficiente para que uno caiga contagiado del COVID-19.
Mi reflexión es que es urgente orientar a la familia, al hogar. Creemos que el COVID-19 es un peligro en un bar, restaurante o discoteca, o en el centro de trabajo. Para ellos se han sugerido y creados protocolos, pero no se ha hecho énfasis en la necesidad de un protocolo para la familia.
Por demás, uno percibe que hay personas que no temen a nada, que entienden que ellos no se contagiarán, y que si lo ocurre nada le pasará, por lo tanto, le importará contagiar a otros, pues a esos tampoco les ocurrirá nada, y así formamos la cadena de desastres. Finalmente hay a quien culpar si me va mal.