A finales del mes de julio del 2005, salió publicada la edición de “Foreign Service” la cual es patrocinada por el “Carnegie Endowment for Internacional Peace”. En ella aparece un trabajo hecho por esa prestigiosa publicación y la entidad Fund for Peace (Fondo para la Paz) sobre los “Estados Fallidos”, en el cual analizaba a sesenta naciones determinando a través de doce criterios de evaluación y un índice la posición que le corresponde a un grupo de países que son o serán “Estados fallidos”.
En esa ocasión se acusó a la República Dominicana de ser un Estado fallido, calificativo que hirió sentimientos colectivos en el país, principalmente a la clase gobernante, menos a los opositores políticos del gobierno que se frotaron las manos de alegría en un intento por aprovechar la circunstancia para ganar terreno y así ganarse la simpatía del pueblo.
El término “Estado fallido” es empleado para describir un Estado soberano que, sin embargo, ha fallado en preservar la garantía de servicios básicos de alimentación, transporte, educación, salud, agua potable, empleo, seguridad pública, además de no aplicar las leyes y poner en peligro la seguridad jurídica para la inversión.
Con el fin de hacer más precisa la definición, el centro de estudio Fund for Peace ha propuesto los siguientes parámetros: 1) Pérdida de control físico del territorio o del monopolio en el uso legítimo de la fuerza; 2) Erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones; 3) Incapacidad para suministrar servicios básicos; 4) Incapacidad para interactuar con otros estados, como miembro pleno de la comunidad internacional.
Por lo general, un Estado fallido se caracteriza por un fracaso social, político, y económico, por tener un gobierno tan débil o ineficaz, que tiene poco control sobre vastas regiones de su territorio, no provee ni puede proveer servicios básicos, presenta altos niveles de corrupción y de criminalidad, refugiados y desplazados, así como una marcada degradación económica.
Según los conocedores de esta materia, sobre todo los estudiosos de la legislación internacional, el grado de control gubernamental que se necesita para que un Estado no se considere como tal, presenta fuertes variaciones y puede tener notables repercusiones geopolíticas.
El término se usa para describir un gobierno que se ha hecho ineficaz, teniendo sólo un control nominal sobre su territorio, en el sentido de tener grupos armados desafiando directamente la autoridad del Estado, no poder hacer cumplir sus leyes debido a las altas tasas de criminalidad, a la corrupción extrema, a un extenso mercado informal, a una burocracia impenetrable, a la ineficacia judicial, y a la interferencia militar en la política.
En el caso nuestro, existen varios indicadores que preocupan y que, al parecer, a nadie le induce a buscar soluciones. A diario vemos a choferes del transporte público y de cargas, conductores privados, violar flagrantemente las leyes de tránsito y poner en peligro muchas vidas, cuando hacen galas de un manejo temerario (yo diría salvaje) e irrespetando a las autoridades encargadas de hacer cumplir las leyes.
Una gran parte de los ciudadanos anda como chivos sin ley, realizando actos que riñen contra la moral y las buenas costumbres, incluso en presencia de niños; cualquier adolescente toma un arma de fuego o blanca para atracar y matar a personas inocentes y así satisfacer sus vicios y fantasías, andan por las calles llevando consigo botellas llenas de alcohol y otras sustancias prohibidas, embriagados y drogados.
Agregamos a este prontuario de desórdenes, los abusos de los comerciantes, grandes y pequeños, contra los consumidores al elevar con frecuencia los precios de los productos de toda índole, evadiendo impuestos con maniobras fraudulentas, desafiando abiertamente el imperio de la ley, y pocos reciben sanciones. Además, el empresariado nacional maniobra para negarle a la clase obrera el derecho legal de la cesantía y otras prerrogativas que le permita vivir con dignidad.
En esos términos, impera un espantoso clima de inseguridad ciudadana, al extremo de que ya no confiamos en policías y guardias en razón de que algunos de ellos se han convertido en delincuentes o en sicarios al servicio de la podredumbre social. En realidad, nadie está seguro en las calles ni en su propio hogar, pues la delincuencia ha tomado el control de las calles, hacen y deshacen sin temor a morir en acción o ser llevado ante un juez. Los que tienen suerte de sobrevivir en un enfrentamiento con la Policía, logran salir con facilidad de la cárcel, y hasta evaden la persecución judicial viajando con documentos falsos, gracias al tráfico de influencia.
Lo que es peor aún, al país entran constantemente extranjeros por la débil franja fronteriza que compartimos con Haití, gracias a la “benevolencia y acción humanitaria” de los encargados de vigilar la frontera y las carreteras. Unos hacen gestiones para llegar hacia Estados Unidos por la vía marítima y aérea, mientras otros se quedan a vivir en el suelo dominicano en condición de indocumentados, entre ellos delincuentes buscados por la justicia de sus respectivos países.
Si somos o no un Estado fallido, es cuestión de consenso y de criterio personal. Cada quien tiene derecho a opinar, analizar, evaluar, para sacar sus propias conclusiones. ¿Tiene usted la suya?