<b> Con la flor del
sol abierta a los horizontes, todo se ve distinto en un mundo global, por muy
negro que esté el camino. Tenemos que definir la forma de vida que queremos. Desde luego, no como una carrera de obstáculos
en los que se ha convertido la vida en Caracas o en la República
Centroafricana, en Oriente Medio o en el mismo continente europeo con los
movimientos migratorios. </b>
Ciertamente, necesitamos trazar el camino en conjunto.
Hemos de reinterpretar la propia existencia de la especie. Hay temas cruciales
que debemos resolver con urgencia, como erradicar la pobreza y el hambre,
ampliar el acceso a la educación y proteger el medio ambiente, aminorar las
desigualdades y practicar la justicia social. No podemos esperar más.
La clase
adinerada, poderosa ya de por sí, no precisa de la protección de los poderes
públicos. Son los débiles y los pobres, ese mundo marginal desheredado del bien
colectivo, el que nos requiere de otros gestos más acordes con el peso de su
necesidad. Por desdicha, cuánto más indefensos se encuentran, suelen tener
menos apoyos y la intervención de la autoridad pública deja mucho que desear.
Los diversos
guiones de la realidad ya los conocemos. La cuestión que toca es que hay que
transformar el planeta. Para ello, sus moradores tienen que cambiar de música,
reinventarse otros lenguajes que acompasen la vida de los seres humanos. La
armonía llega por la vía de la conciliación.
Hemos de reconciliarnos, primero
nosotros con la propia existencia, y después hemos de acercamos unos a otros
desde el corazón. Los programas políticos cosechan un lenguaje que aviva la
confrontación, en lugar de consensuar posturas y establecer diálogos sinceros.
Los autores se han degradado por sí mismos, por su continua ineptitud y mano
corrupta, dejándonos un sabor a desilusión que nos desespera aún más. Sálvese
el que pueda.
Para empezar no
puede haber desarrollo sostenible, perdurable o sustentable, sin regeneración
política. Para llevar el timón del mundo se requieren los mejores; los más
honestos ciudadanos, los más formados ciudadanos, los más justos ciudadanos,
los más libres ciudadanos, los más humanos ciudadanos en definitiva. Se precisa
gente que piense globalmente, que no se case con poder alguno, y que active el
sacrificio de la responsabilidad y de servicio hasta el extremo de elevarse por
encima de sus intereses personales o nacionales. Lo mismo sucede con el cambio
climático. Llevamos años anunciando la toma de medidas. Tampoco pasamos de los
buenos propósitos. Los poderosos siguen con el mismo afán destructor. El mal se
encuentra en las mismas estructuras de poder que aceleran la contaminación, sin
importarles nada el futuro. No hemos sido educados en la responsabilidad y
mucho menos nos han injertado el sentido del límite. En realidad somos las
víctimas de un desarrollo mezquino e insensato que lo destruye todo. Alejémonos
de su cantinela, pues. Esconde demasiado dolor su abecedario.
Entiendo, que es
la ciudadanía globalizada, hermanada o fraternizada, la que puede cambiar el
mundo. Tenemos que responder como una familia. También lo sabemos. Pero nos
falta valentía y compromiso por el bienestar de nuestros semejantes. Nos han
adoctrinado en el derroche y en el egoísmo más cruel. El verdadero conocimiento
y la auténtica libertad se hallan en el corazón de cada ser humano. Son muchos
los ruidos que nos impiden escuchar nuestros propios latidos, tantas veces
hambrientos de verdad y justicia, para superar los difíciles momentos que
vivimos. Sin duda, si nos abriéramos mucho más a esa conciencia de fraternidad,
estoy convencido de que todo sería distinto en esta tierra que es de todos y
para todos, hoy y mañana, lo que nos exige desarrollar una cultura más
auténtica, respetuosa con cualquier vida humana. No sirven las estrategias
mundanas, las transformaciones ideológicas, el programa de la especie humana es
más innato, más naciente de lo natural,
germina en cada uno, es un corazón que siente, una mirada que ve, una
voz que escucha, y actúa en consecuencia con lo que tiene.
Me parece que tenemos
que aprender a ser ciudadanos de verbo, para saber conjugar la paz, la justicia,
los derechos humanos y la dignidad humana, y hemos de hacerlo desde la
autenticidad, para todos los tiempos, edades y espacios. El mundo ha de unirse
( y reunirse) alrededor de un bien colectivo, lejos del poder que no implique
deber, y también lejano de un pedestal que no implique servir. Es hora de
coordinarse más, de abrir la mente a nuevas ideas y de reflexionar sobre cómo
podemos cambiar nuestra forma de actuar para abrir las puertas a un porvenir
más esperanzador. Indudablemente, necesitamos una honesta gobernanza, que
garanticen el estado social y de derecho, con líderes responsables y con
conciencia de servicio, capaz de integrar culturas diversas. De modo, que
aquellas personas que no cumplan estas condiciones, sean excluidas para
siempre. El mundo demanda de gestores con conciencia crítica, con principios,
que no suponga la gestión un negocio para sí y los suyos. No olvidemos que los
recursos son limitados y han de llegar a toda la especie humana.
Deberíamos
garantizar que las personas tengan lo necesario para crecer y prosperar. Uno
tiene que ganarse por sí mismo ese bienestar, pero con las mismas
circunstancias que otros. Por otra parte, economías basadas en la especulación,
difícilmente generan empleos decentes. No podemos esperar más, ha llegado el
momento de la acción para ajustar nuestro rumbo a un quehacer más inteligente y
menos comercial, con prioridades concretas y objetivos claros. Todos nos
merecemos la oportunidad de vivir dignamente. Para ello, hay que poner fin a la
desigualdad de oportunidades, al privilegio de los poderosos ante la justicia y
a las muchas incoherencias arropadas en el cargo. Por poner un ejemplo
reciente, en la Nación española, la ley cada día es más desigual en la medida
que cerca de tres millares de políticos gozan del privilegio de ser juzgados
por tribunales superiores y responder por escrito. Nada hay más injusto que
buscar inmunidad en la justicia. Lo mismo sucede con los prerrogativas de
determinados colectivos. Los pobres, sin embargo, solo cosechan desventajas,
imparcialidades, daños y olvidos.
Sinceramente,
pienso que la mejor manera de hacer bien a los pobres no es darles migajas,
sino hacer que puedan vivir dignamente sin recibir nuestros despojos. Así de
sencillo. De ahí, la importancia de que el mundo cambie de verdad, pero no
desde el mundo pudiente, sino desde ese otro mundo marginal. El día que en
verdad se reúnan los líderes de las últimas economías del mundo para reflejar
sus preocupaciones en los hogares del todo el mundo, será un signo alentador de
reforma para que aumente la rendición de cuentas del alma, pues como dijo
Gandhi, "todo lo que se come sin necesidad se roba al estómago de los
pobres". Los ricos hablan de crisis, pero son los pobres los que la
sufren, lo mismo pasa con las guerras, son los pobres los que mueren. Para transformar todo esto hace falta, sin
duda, que el idioma del corazón, que es desinteresado y universal, gobierne de
una vez y para siempre. Reconozco que me queda poca esperanza entre mis venas.
Bien que lo siento. Pero de las cenizas también se sale.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
6 de abril de 2014.-