<b>El siglo XX en América Latina se inició con importantes trasiegos de ideas, pues aunque en general el subcontinente vivía bajo el signo de la montonera y la pólvora (indeseable legado de la prostitución de los proyectos republicanos de la segunda mitad de la centuria anterior) la influencia del positivismo y el marxismo fue notoria en sus más importantes figuras del pensamiento. </b>
Los ecos más sonoros de esos trasvases ideológicos se experimentaron fundamentalmente en la parte Sur del continente, siguiendo las rutas de entrada de las mencionadas corrientes filosóficas (Argentina, Chile y Perú) procedentes de Europa, pero luego tuvieron señaladas repercusiones en México y en los territorios insulares y continentales bañados por el mar Caribe.
(En la República Dominicana el positivismo fue difundido con profusión esencialmente por el ilustre pedagogo puertorriqueño Eugenio María de Hostos a partir de las décadas finales del siglo XIX, y el marxismo -que no se puede confundir con lo que el periodista y sociógrafo José Ramón López en 1912 llamaba “socialismo gradual”- se publicitó por primera vez en 1925 con “El por qué del bolcheviquismo”, un confuso y abigarrado ensayo de Adalberto Chapuseaux ).
En la última mitad del siglo XIX Chile y Argentina se habían convertido en los principales centros de laborantismo conceptual de la América no anglosajona, y aunque la segunda fue gobernada para la época por figuras estelares del pensamiento y la política progresista que promovieron grandiosos cambios en la educación y la cultura (Mitre, Sarmiento, Avellaneda, etcétera), fue en el primero donde, bajo el influjo del liberalismo en el poder y de las prédicas de algunas de las más notables personalidades intelectuales del momento (Bello, Barros Arana, Vicuña, Amunátegui, Hostos, etcétera), se produjeron las más hondas transformaciones institucionales y se le dio el mayor impulso conocido a la educación pública.
Por supuesto, el movimiento intelectual que irrumpió en Argentina entre las postrimerías del siglo XIX y los inicios del XX con las ideas de Juan B. Justo, José Ingenieros y Aníbal Ponce (representantes y portavoces de corrientes ideológicas diferentes pero revolucionarias y humanísticas) tuvo mayores repercusiones políticas a nivel continental que las portentosas reformas chilenas, y en muchos sentidos su manifestación práctica más relevante lo fue la revuela estudiantil que concluyó con la reforma universitaria de Córdoba de 1918, probablemente el proceso de ruptura espiritual de mayor profundidad que ha conocido la historia de nuestra América.
Los estudiantes de Córdoba, estimulados por una parte de sus profesores, se rebelaron contra la filosofía casi escolástica, el estilo autoritario y el carácter elitista de la educación de la época, y su acción contestataria dio lugar a una verdadera transmutación revolucionaria de la misma, conquistando la autonomía de la universidad frente al poder del Estado y de la iglesia católica, la democratización de la instrucción y de los métodos de enseñanza, y la transformación de todo el contenido curricular.
En términos de política continental, la secuela más relevante de la reforma universitaria de Córdoba, su descontamos lo relativo a la fuerza de su ejemplo en la comunidades docentes (que se diseminó desde la Tierra del Fuego hasta el Río Bravo y dio pie a la aparición de poderosos gremios estudiantiles que reivindicaron la autonomía universitaria y la liberalización de la enseñanza), residió en que sirvió de catapulta para el advenimiento de una generación de líderes sociales y políticos, de diversas denominaciones ideológicas, que desempeñó un papel trascendental en las luchas por la democratización de América Latina durante la primera mitad del siglo XX y parte de la segunda.
Esos líderes, provenientes casi todos del movimiento estudiantil universitario o de la joven intelectualidad, paralelamente estimulados por las resonancias de la Revolución Mexicana de 1910 y las reformas liberales puestas en marcha por el presidente Jorge Batlle y Ordóñez en Uruguay sobre todo entre 1911 y 1915, constituyeron desde por lo menos 1930 movimientos o partidos que intensificaron y encarrilaron el activismo antidictatorial del hasta entonces disperso exilio latinoamericano y, luego, se enseñorearon en la vida política del subcontinente a lo largo de gran parte de la centuria. De la época, más o menos, data la fundación de la mayoría de los partidos o movimientos de la llamada “izquierda democrática” en América Latina.
Las ideas socialistas y positivistas argentinas, el aliento nacionalista y transformador de la Revolución Mexicana y la reforma universitaria de Córdoba, así, devinieron en las fuentes referenciales más importantes del movimiento democrático y antiautoritario que, primero en alianza pero luego en oposición a la izquierda comunista filosoviética, intentaría liquidar las tiranías civiles o militares que prevalecían en una importante franja de los países del subcontinente.
Las teorizaciones y los actos de las grandes figuras de esa corriente (por ejemplo, Víctor Raúl Haya de la Torre del Perú, Hernán Siles Suazo en Bolivia, Rómulo Betancourt en Venezuela, Luis Muñoz Marín en Puerto Rico, José María Velasco en Ecuador, José Figueres en Costa Rica o Juan Bosch en la República Dominicana), a nuestro modo de ver, produjeron el movimiento político e ideológico más original de toda la historia latinoamericana.
La “izquierda democrática”, ciertamente, constituyó una corriente de elucubraciones doctrinarias y opiniones políticas que, reivindicando las particularidades históricas y las realidades concretas de América Latina, intentó seriamente alejarse del pensamiento eurocéntric es decir, del liberalismo económico (capitalismo paternalista o de libre mercado), el marxismo-leninismo (comunismo, socialismo no libertario o capitalismo de Estado en sus diferentes orquestaciones), el conservadurismo absolutista (dictaduras civiles o militares) y el progresismo napoleónico o nasserista (regímenes militares reformistas).
Los representantes de la “izquierda democrática” no postulaban un rompimiento total con el liberalismo clásico (antes al contrario, defendían su espíritu libertario y su amplio sentido de la pluralidad política), pero consideraban que su modelo de organización social, política y económica, además de que respondía a las realidades históricas de Europa y los Estados Unidos, era medularmente injusto, promovía la desigualdad entre los seres humanos y permitía la expoliación de los grupos menos empoderados de la sociedad.
De la misma manera, estimaban que los modelos comunistas, socialistas autoritarios y capitalistas de Estado eran inaceptables en general porque se fundamentaban en el marxismo eurocéntrico y, además, por su totalitarismo político-económico y su subsecuente tendencia a restringir las libertades, pero reconocían sus progresos cuanto a algunos de los aspectos esenciales de la vida humana: la educación, la salud, la cultura, la ciencia, la industria, etcétera.
Además de que en su mejor momento la “izquierda democrática” recibió la solidaridad de los sectores políticamente liberales de los Estados Unidos, sus líderes encabezaron los grandes movimientos populares de la posguerra en América Latina, algunos con alzamientos armados: las acciones revolucionarias del APRA en Perú de 1932 y 1948, bajo el liderazgo de Haya de la Torre; la “Revolución Nacional” de Bolivia de1952, dirigida por el MNR conducido por Víctor Paz Stenssoro y Hernán Siles Suazo; la sublevación que encabezó don Pepe Figueres en Costa Rica en 1948, de la cual saldría el PLN; el levantamiento cívico-militar de Venezuela de 1945 patrocinado por la AD de Rómulo Betancourt; o la “Revolución de Abril” de 1965 en la República Dominicana, obra fundamentalmente del PRD (en su aspecto civil) con la orientación y la dirección de Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez.
La “izquierda democrática”, tipificada peyorativa y alternativamente como “populista” o “filocomunista” por sus adversarios, encaró sus desafíos históricos y coyunturales con bastante éxito, puesto que si bien sus resonantes victorias electorales o “manu militari” a la postre resultaron en más de una ocasión abortadas por acciones golpistas de sus adversarios (Perú, Venezuela, Cuba, Bolivia, República Dominicana), el ejemplo de rebeldía y de espíritu progresista que sembró sirvió de base para importantes cambios tanto en las realidades como en el pensamiento de la sociedades latinoamericanas.
Al mismo tiempo, la “izquierda democrática” tuvo el mérito histórico de inaugurar en latinoamérica el primer ciclo de regímenes pluralistas y de avanzada (estableciendo derechos y libertades, y votando constituciones de carácter políticamente liberal), independientemente de que en algunos casos no firme firme ni duradero (si nos atenemos a la pura verdad) por las repetidas reacciones de los beneficiarios y herederos políticos de las antiguas dictaduras, la ausencia de condiciones materiales y espirituales para la supervivencia de la democracia, y los ataques constantes de las fuerzas marxistas ortodoxas que en bastantes sentidos no comprendieron la naturaleza progresista de tal período de reformas.
Como es harto sabido, el tráfago de la historia se tragó a la “izquierda democrática”, y ya al caer la década de los años sesenta del siglo XX la mayoría de los partidos que la integraban estaban orgánicamente fragmentados y sus líderes desgajados ideológicamente: unos se decantaron hacia la derecha y se acomodaron en el sistema, otros se radicalizaron y formaron movimientos izquierdistas radicales, y los más se adhirieron a la socialdemocracia internacional ejerciendo una militancia doctrinaria de palabras y no hechos.
Desde luego, en algunos países todavía escuchamos de vez en cuando los ecos tardíos de las viejas contiendas político-conceptuales de la “izquierda democrática”, y la razón de ello, pese a que parece alimentarse sólo de la nostalgia, es más práctica y realista de lo que habitualmente se reconoce: la socialdemocracia moderna se parece bastante a esa corriente que llenó una época de la historia de América Latina… No es extraño, por ello, que en estos momentos los socialdemócratas de verdad se enfrenten, por razones muy parecidas (los irresolutos problemas ancestrales de nuestras empobrecidas naciones), a los mismos adversarios de aquella: el conservadurismo (ultranacionalista o neoliberal) y el totalitarismo (tiránico o populista).
<b>(*) El autor es abogado y profesor [email protected] </b>