En una oportunidad relatamos los malabares que tuvo que hacer don Tilito
en su afán de buscar un documento que necesitaba para legalizar la venta de una
propiedad. El pobre hombre, vuelto un vejestorio de chupe usted y déjeme el
cabo, por poco muere del corazón en sus fallidas diligencias para conseguir el
papel que necesitaba: en todas partes le decían que fuera a la oficina tal, que
ahí lo atenderían y le resolverían su
problema. Inútil pretensión, pues don Tilito–ingenuo desconocedor de que para
conseguir el documento en cuestión, tenía que depositar bajo cuerda el
documento rojo, vulgo billete de mil pesos–pues si no lo hacía así llegaría el
Juicio Final y se quedaría sin pito y sin flauta.
En esta ocasión don Tilito se arriesgó a buscar el Acta de Nacimiento
que necesitaba, porque cada vez que iba a renovar su pasaporte o a cambiar la
cédula le exigían una, que nunca devolvían, de manera que era un proceso
continuo. Sin embargo, no se desanimó, pues para don Tilito luchar contra “el
gobierno electrónico” era pan comido, creía él, ignorante de que su paciencia
era análoga y la del gobierno es digital.
Don Tilito, a su edad, no debería dedicarse a tales menesteres, como ese
de buscar un Acta de Nacimiento, ptchs, tarea de “agentes tributarios”. Pero a
pesar de que tenía un hijo abogado, dudaba de sus conocimientos de Derecho,
pues siempre le pedía 500 pesos por aquí, que 200 por allá, que más 300 para
echarle gas al carro, etc, etc., “Es que en este país hay que caminar, papá; el
que no camina está frito”, solía decirle el hijo.
Eso explicaba que ahora se encontrara frente a la secretaria de una
Oficialía Civil, a quien le explicó su deseo de conseguir su Acta de
Nacimiento. La secretaria, que en ese momento ingería rico pastelito, se
relamió los labios y, con una sonrisa pícara, le dijo a don Tilit
–Cariño, ¿sería usted capaz de brindarme un refresquito para aplacar
este calor? Y después hablamos.
–Naturalmente—dijo don Tilito, esperanzado en que ahora sí conseguiría
su Acta de Nacimiento.
Cuando volvió del colmado, refresco en mano, la secretaria simplemente
le dij
–Hay un problemita, caballer he estado revisando y usted no aparece
registrado en esta Oficialía. Pero no se desanime, vaya a la Segunda Circunscripción, a ver qué
le dicen, pues aquí, para los fines legales, usted no existe.
–Pero, ¿cómo es posible que no esté registrado aquí, si yo nací en este
barrio, y hasta de la muerte de El Ñeco me acuerdo? Él vivía ahí, mire, donde
está la mata de almendras. El Ñeco murió de un infarto cuando le informaron que
el gobierno había más que triplicado el precio del peaje.
La secretaria sonrió.
–No se ría, señorita, que eso decirle a uno que no existe es como
sugerir que uno es un haitiano indocumentado, con el perdón de Mesié Pití. Figúrese, y yo que soy un poco prieto. Ni
siquiera toman en cuenta que he rendido útiles servicios al país, aunque según
algunos maliciosos solo fui alcalde pedáneo, vendutero público y supervisor de
los obreros que recogen la basura, ignorantes de que también, aquí entre
nosotros, ejem, he ganado muchísimos premios literarios y científicos. Con
decirle que tengo más placas de reconocimiento que Fello Suberví en sus buenos
tiempos.
Don Tilito se llevó del consejo y fue a la oficina que le indicó la
secretaria. Tras esperar casi dos horas, por fin le atendieron. Don Tilito
explicó su caso a la secretaria, quien
de inmediato comenzó a buscar el nombre de don Tilito en la computadora.
–¿Tinito Gruñón?—preguntó la secretaria.
–¿Qué Gruñón, ni Gruñón? Es
Grullón. Tilito, no Tinito. Tilito viene de Otilio, y Otilio viene de Mao,
ciudad que amo. ¿Entendió?
–Pues mire, señor Gruñón, digo, Grullón: aquí no aparece su nombre, de
modo que usted ni siquiera es un ciudadano. Sin embargo, esto se puede
resolver:
–¿Cómo?—preguntó esperanzado don Tilito.
–Sencill búsquese cuatro testigos de Jehová de mayor edad que usted,
es decir, que sean casi centenarios, para que, acompañados de sus respectivos
abuelitos, testifiquen que usted existe, que es don Tilico Gramón y que desea obtener un Acta de Nacimiento.
–¡Tilito Grullón; no Tilico Gramón, por Dios!—bramó don Tilito.
–Cálmese, señor, cálmese…
–¿Me pide usted calma, cuando ya tengo el azúcar a mil? Pero ahora
mismo voy a la sede del Tribunal Constitucional.
–¿Se puede saber a qué, señor?
–Voy a hablar seriamente con don Milton Ray Guevera, a ver si como
juez-presidente me ayuda a resolver esto. Estoy plenamente seguro de que al
profesor Milton no le gustaría que lo llamen por el nombre de Hilton Rey
Vergara.
–¡Ese es el hombre! ¡Ese es el hombre!—dijo la secretaria, dando un
brinquito y deseándole suerte a don Fiquito, digo, Tilito.