Los ultranacionalistas criollos, parapetándose en los maximalismos conceptuales y fácticos que han aflorado en el país a resultas de la sentencia 0168/13 de nuestro Tribunal Constitucional, han logrado sabichosamente colocar en el debate nacional la vieja y absurda cuestión que se refiere a la presunta existencia de personalidades y entidades (del patio y del extranjero) que postulan la "fusión" de la República Dominicana con Haití.
(Uno de las secuelas más curiosas de la sentencia en alusión ha consistido en que resucitó la cavernaria corriente de interpretación de nuestra historia y nuestra realidad social que casi había desaparecido con Luis Homero Lajara Burgos y Luis Julián Pérez, y que ahora luce insuflada de nuevos bríos por la preeminencia ideológica del balaguerismo y el vinchismo en el PLD -y en su alianza conservadora paradójicamente denominada "Bloque Progresista"- y el espectacular cambio de opiniones experimentado en algunos intelectuales y hombres públicos que antes de insertarse en el Estado abominaban de la misma).
El autor de estas líneas siempre ha considerado que hablar de la posibilidad de una "fusión" de la República Dominicana con Haití es un disparate de marca mayor (mas bien: un arresto de demagogia patriotera destinado esencialmente a agitar las más bajas pasiones políticas e ideológicas de la sociedad para confundir y reclutar para fines politiqueros a la gente menos culta o informada), pues se trata de un planteamiento absolutamente risible e insostenible, y lo mismo desde el punto de vista histórico que desde la mira de las realidades nacionales y mundiales de hoy.
En efecto, todo el que conoce aunque sea mínimamente el devenir de la República Dominicana y de Haití sabe a ciencia cierta que, por lo menos desde el último tercio del siglo XIX, nadie en ninguno de los dos países ha considerado seriamente la posibilidad de reunificar políticamente la isla o fusionar sus instituciones para crear un solo Estado, y que de existir hipotéticamente algún planteamiento creíble en ese respecto ambos pueblos lo rechazarían con todo vigor: los dominicanos en general por razones históricas de formación nacional, y las élites haitianas dirigentes (verdaderas interlocutoras de la parte oeste) porque entienden que ello podría perjudicar sus intereses tanto estructurales como coyunturales.
Los dominicanos, ciertamente, jamás aceptaríamos fusionarnos con los haitianos en términos políticos e institucionales para constituir un solo Estado para toda la isla, y no sólo porque nuestra segunda y mas historiada jornada independentista (1844) se llevó a efecto precisamente contra el entonces imperialicio y opresor gobierno de Haití (creando sólidas referencias formativas en términos políticos e ideológicos y robusteciendo los principales rasgos nacionales) sino también porque nuestras tradiciones, nuestra cultura, nuestra lengua, nuestros valores ancestrales, nuestras creencias religiosas, nuestro perfil social y hasta la estructura étnico-moral de nuestro mulataje difieren sustancialmente de los de los vecinos de occidente.
(Por supuesto, tampoco se debe olvidar que cuando los dominicanos nos encaramos con los haitianos en las medianías del siglo XIX la realidad era muy diferente a la de hoy: Haití era a la sazón una verdadera potencia económica, militar y política en el Caribe, y sus gobiernos, por motivaciones colonialistas pero también por “razones de seguridad nacional”, nos avasallaron con la fuerza irresistible de las bayonetas, mancillaron y ocuparon el lar patrio, y nos agredieron reiteradamente con arrogancia imperial mal disimulada. En la actualidad, por el contrario, Haití es el país mas pobre de América, carece de fuerzas armadas, tiene muy poca influencia política y es lo que menos se parece a una nación agresora o de pretensiones expansionistas).
Los haitianos, por su lado, tampoco aceptarían fusionarse como Estado con los dominicanos por dos razones simples: primero, no ignoran que en tal caso tendrían las de perder (la Historia muestra que en las fusiones de naciones el poder siempre queda en manos de la mejor organizada, desarrollada y armada); y segundo, los que deciden entre ellos no son los ciudadanos (sean o no los que cruzan la frontera en busca de mejores condiciones de vida sin renunciar a su nacionalidad), puesto que el poder real de su sociedad reside en la vieja élite mulata (en buena parte culta, prepotente, explotadora y radicalmente antidominicana) que nunca aceptaría situarse bajo el liderato político o la conducción estatal (es mas, ni siquiera a la par) de los naturales de esta parte de la isla en razón de los conocidos amaneramientos étnicos que ocultan bajo su nacionalismo afrocéntrico y, además, porque nos atribuye ser racistas y darles un tratamiento de seres inferiores.
(La insistencia es válida: algunos de los que invocan aspavientosamente el fantasma de la “fusión” siempre dejan la impresión de que se trata de un proyecto omnipresente cuya posibilidad de concretarse a través de la presencia en el país de grandes contingentes de haitianos está “al doblar de la esquina”, y a este respecto no es ocioso recordar adicionalmente lo que sigue: dado el carácter de Estado “fallido” de Haití y en razón de que según la ONE su inmigración no representa más del 6 por ciento de la población de esta parte de la isla -y conforme a la JCE los registrados para votar porque se han nacionalizado no son ni siquiera el 1 por ciento-, ¿cómo diablos logrará esa gente imponernos la famosa “fusión”? Es obvio que sólo un pazguato le daría crédito a semejante cuento). Por otra parte, la especie ultranacionalista de que los Estados Unidos, Francia y Canadá promueven la “fusión” de la República Dominicana y Haití, perifoneada constantemente con cierto aire de precocidad informativa y suficiencia conspirativa, tampoco tiene asidero de ninguna naturaleza: aunque puede haber individuos despistados que hayan insinuado la pertinencia de determinadas fórmulas “integracionistas” sospechosas (en interés de buscar una forma de garantizar la convivencia pacífica y el desarrollo igualitario de ambas naciones), la verdad es que aquella nunca ha sido propuesta institucionalmente ni por esos Estados ni por organizaciones políticas, civiles o multinacionales extranjeras.
¿De donde procede, entonces, la especie de marras? ¿Donde se origina esa ridícula y paranoica aseveración? En una consideración que no tienen absolutamente nada que ver con ella: el planteamiento de casi la totalidad de la comunidad internacional en cuanto a que, en virtud de que ambos pueblos vivimos en un sólo territorio insular y siempre será así, los dominicanos (que tenemos más alto grado de desarrollo en todos los órdenes y, por consiguiente, se supone que somos más civilizados) deberíamos ser los más interesados en que los haitianos superen su situación de miseria y atraso para frenar la inmigración, lo que ha sido interpretado por el ultranacionalismo en el sentido de que “nos quieren echar ese muerto a nosotros”.
La interpretación ultranacionalista, desde luego, nueva vez resulta savia para tontos, pues cualquier persona medianamente informada sabe que donde quiera que hay fronteras (es un fenómeno registrado desde las primeras civilizaciones humanas) se produce un movimiento migratorio del pueblo más pobre hacia el territorio más desarrollado, y el modo más eficiente de controlar el trasiego no es agitando los odios nacionales (eterno demiurgo de grandes y trágicas confrontaciones armadas a lo largo de la historia) sino contribuyendo a crearle al primero condiciones de vida que mitiguen sus necesidades y urgencias de emigrar. Un razonamiento tan simple como éste debería ser entendido como justo y racional (al margen del tema migratorio y sus conexidades, que son harina de otro costal), y no ser caldo de cultivo para imputaciones como las que comentamos.
Por lo demás, creer que Estados Unidos, Francia y Canadá (o cualquier otra potencia o simple islita del Caribe no hispánico) están interesados en la “fusión” de nuestro Estado con el de los vecinos de occidente es juzgarlos como estúpidos (es decir, considerar a sus gobernantes y hacedores de política exterior como eunucos culturales o simples descerebrados), sobre todo después de las más recientes experiencias históricas al tenor en el planeta: la del Imperio Austro-Húngaro (con los serbios), que provocó la Primera Guerra Mundial; la de la URSS (implicó la fusión de decenas de nacionalidades distintas), que fracasó estrepitosamente; la de la India (con los paquistaníes, los sijs, etcétera), causa de constantes guerras y hasta de los asesinatos de Mahatma e Indira Gandhi; o la de la antigua Yugoeslavia (Estado creado por el mariscal Tito con la unión de varias nacionalidades eslavas), que terminó en una verdadera carnicería humana.
Más aún: en un mundo como el actual, en el que ni siquiera los efectos de la globalización y la sociedad de la información han podido yugular los nacionalismos latentes o emergentes (verbigracia: tibetanos contra China, kurdos contra Turquía e Iraq, tamiles contra Sri Lanka, chechenos contra Rusia, irlandeses y escoceses contra Gran Bretaña, vascos y catalanes contra España, etcétera), desembocando en algunos casos en sangrientos enfrentamientos que avergüenzan y laceran la conciencia humana, quien sea que se aventure a sugerir fusiones de nacionalidades para crear estados unitarios pasaría por loco, ignorante o idiota.
(Las limitaciones de espacio que impone un trabajo de esta naturaleza impiden a quien escribe abordar las implicaciones económicas y financieras de la improbable e inviable fusión del Estado dominicano con el haitiano, y por ello debe contentarse con simplemente hacer otro recordatorio históric cada vez que ha habido alguna integración multinacional de esta naturaleza los resultados han sido contraproducentes, y a la larga el ideal y los anhelos secesionistas han resurgido con mayores agresividad y radicalismo porque una de las partes se harta de “mantener” a la otra, convirtiéndose en una amenaza contra la estabilidad política interna y en un grave problema para la comunidad internacional: para unos y para otros resulta “más la sal que el chivo”, y ningún estadista o político informado desconoce esta constante del devenir universal).
La verdad es, pues, una sola en el sentido apuntad la cantaleta sobre los presuntos aprestos nacionales o extranjeros por fusionar política e institucionalmente a los dominicanos y los haitianos no sólo es inconsistente y lenguaraz sino que refleja ausencia de adecuadas referencias históricas y una falta garrafal de sentido común, y por ello únicamente podría ser creída por los politiqueros, los incautos y los imberbes que, acicateados por intereses inconfesables o ganados por la vocinglería ultranacionalista, están dispuestos a hacerse los peleles: en buena medida, eso es insistir en mostrarse ciegos y sordos frente a las enseñanzas del pasado y las realidades ostensible del presente de nuestro país y del mundo.
En otras palabras (y con las debidas disculpas por la franqueza), el disparate ese de que sectores nativos y extranjeros plantean y trabajan para una supuesta “fusión” de la República Dominicana con Haití no es más que otro intento de tomadura de pelo por parte del ultranacionalismo criollo que, habiendo logrado convertirse en tributario ideológico y preboste mediático del nuevo conservadurismo peledeista, ahora opera con gran soberbia y total impunidad desde el Estado… De lo que ninguno de los dos quiere hablar es, desde luego, de que pese a controlar casi todos los resortes del poder por lo menos desde 2004, no acaban de resolver ni uno solo (léase bien: ni uno solito) de los grandes, medianos o pequeños problemas nacionales.
(*) El autor es abogado y profesor [email protected]