SANTO DOMINGO.-Los dominicanos debemos convivir, como si se tratara de algo normal, con muchísimos vicios y conductas desviadas de ciertos vecinos sin escrúpulos, ignorantes o simplemente abusadores que al parecer piensan que todos nos comportamos o deberíamos comportarnos como ellos. ¿Quién no ha sufrido en carne propia los escándalos de personas como las referidas, que no reparan en que a la mayoría no nos gusta colocar ni escuchar la música a todo volumen? El hogar no es ni debe ser una discoteca y sí un templo para el descanso, el estudio, la lectura y la diversión sana junto a nuestros familiares. La casa es y debe ser siempre un lugar al que llegamos para encontrar y compartir paz, tranquilidad, amor, comprensión, afecto…
Algunos vecinos convierten su propia casa en un antro, brindando tan mal ejemplo que nos sentimos agredidos, pues no puede ser sino una verdadera agresión la invasión a nuestra privacidad sin la menor consideración ni respeto alguno. Es como si la decencia hubiera sido fusilada hace muchos años gracias a la permisividad de las autoridades, que a eso y no a otra cosa se debe esa vergonzosa inconducta ciudadana.
Muchas veces, en medio del disgusto que nos produce tener que soportar el prepotente “yo estoy en mi casa” y el no menos imbécil “estoy contento por equis causa” pensamos en que nos socorra algún Chapulín, pero nunca llega. Para esos conciudadanos los demás nada importan, pues su “problema” es gozar desde bien temprano hasta la hora de la madrugada que le venga en ganas, e incluso terminar su bullicio al ver salir el sol.
Que usted o sus vecinos quieran estudiar, disfrutar una buena lectura o un interesante programa de radio o televisión, disipar un dolor de cabeza o la irritación que el desconsiderado vecino le ha regalado, tampoco importan.
Y entonces, observando esa pésima conducta, muchas veces nos quedamos pensando que así nunca saldremos del atraso, que por más obras modernas que se construyan y otras tantas leyes para normalizar la vida en sociedad y gestionar el avance de nuestro pueblo, pues mientras no enterremos ese vil comportamiento seremos un país de buenos bailadores de bachata o regguetón, pero de muy pobre formación intelectual, que es la que debemos incentivar y no a figureros de pacotilla que sólo proyectan futuros asiduos de ratoneras y vertederos donde acudirán a “divertirse”.
Por eso, mientras se privilegien el desenfreno y el bullicio nos mantendremos lamentando desgracias por aquí y por allá, mirando con asombro y tristeza titulares en los diarios nacionales o noticieros de televisión destacando las bajas pasiones, la miseria del alma (que es la peor que puede padecer el ser humano) y desdibujando una sonrisa llena de incertidumbre ante los atropellos que sufren los otros, siempre pensando que nunca nos tocará el turno.
A los ciudadanos que amamos la tranquilidad y, por ende, rechazamos los ruidos innecesarios, nos indigna que mientras se combate a los denominados colmadones apenas a dos casas de allí haya un vecino indeseable que aporta la misma bulla, similar escándalo, o quizás superior, pero no hay autoridad que le meta mano por aquello de “yo estoy en mi casa”.
Ojalá que podamos ver el día en que termine la ley de los sin ley, los que imponen su voluntad contra los deseos de sosiego de la inmensa mayoría de la ciudadanía, que no colinda con esa forma de ser y actuar.
Ojalá que los que manejan vehículos portando potentes bocinas y que no dejan dormir sin sobresaltos a los infelices que no tenemos la culpa de su amargue, entiendan que no deseamos celebrar ni su cumpleaños ni esa sospechosa intención que los lleva a pasear su “alegría” por diversas calles y avenidas de otros tantos barrios y urbanizaciones.
Otro deprimente caso es el de la invasión de los espacios públicos protagonizados por los “pobres padres de familia que buscan la comida para sus hijos”. pues resulta que muchos de nosotros tenemos ese “oficio” y al no poder caminar por las aceras, que para eso son exclusivamente, debemos tirarnos a la calle, con el consecuente peligro que eso entraña, y a riesgo de que también nuestros vástagos se queden sin la persona que vela por su salud y les provee alimentación, educación, diversión y seguridad integral desde el ámbito hogareño.
Las aceras, al parecer, fueron construidas para el uso exclusivo de motoconchistas, talleres, venduteros de toda índole y colmadones, con su respectivo grupo de bebedores acaparando los espacios en nombre del consumo de alcohol y quién sabe qué más, que aliado a mensajes deplorables de ciertos “artistas” sin clase y la paupérrima educación de ciertos contertulios, son una bomba de tiempo para que aquella combinación desemboque en tragedias, sin obviar las que se evitan por el silencio de las damas que tiran al zafacón del olvido y la impotencia las bajezas con que son maltratadas al pasar por allí.
También se apropian de los espacios públicos grupos de taxistas y guagüeros, fritureros, mercados improvisados, jugadores de domino, jugadores de baloncesto en plena vía (muy comunes en los barrios, que prefieren interferir y estorbar en el medio aunque haya una cancha deportiva cercana). ¿Por qué no se destina más dinero para condonar estas desviaciones? Y que conste, no es sólo levantar un complejo deportivo, sino garantizar fuentes de empleo, educación integral y actividades culturales que no aburran a los espectadores. Es la mejor manera de combatir la ociosidad y la delincuencia.
A diario, en cualquier intersección controlada por un semáforo, escuchamos espeluznantes groserías e improperios de muchísimos guagüeros y choferes de concho unos a otros y, peor aún, contra los peatones y los desamparados usuarios del destartalado transporte público. Pero a esa práctica se suma también una considerable porción de venduteros que se la pasan peleándose los clientes, tanto como algunos pedigüeños y otros que limpian vidrios se disputan las migajas de los conductores.
En verdad son deprimentes los bajos niveles de educación. Nuestro pueblo tiene una acendrada cultura de lanzar basura a las calles desde los vehículos en que circula y no es extraño ver a un “jevito” tirando al pavimento cáscaras de guineos, bagazos de caña, fundas con sobras de picapollo, botellas de cerveza (sólo por verlas explotar y dispersar pedazos de sus peligrosos vidrios por todos lados) y, en fín, cualquier cosa que ensucie y aporte putrefacción a la ciudad. Es una constante competencia contra la higiene.
Hay muchos que asaltan las paredes privadas, sin importarle un comino cuánto costó la pintura, precisamente para “decorarlas” con mensajes politiqueros, comerciales, narcisistas y hasta misteriosos, sin que los culpables de tales desmanes aparezcan por ningún sitio. Los sin ley nunca piden permiso.
Lo mismo sucede con los perros realengos que deambulan por doquier, cuyos dueños sólo dan la cara cuando alguien quiere quitarlos de la vía, pero que extrañamente se esfuman si los canes muerden algún inocente transeúnte.
El agiotismo de muchos comerciantes es ancestral, porque no hay verdadero control de los precios de los artículos de primera necesidad, ni de ningún otro, y eso envuelve a colmaderos, tiendas disímiles, vendedores de lubricantes y piezas de vehículos, centros educativos (que ahí sí hay tela por donde cortar)…
Mientras se nos habla de progreso los dominicanos seguimos padeciendo 100 Años de Oscuridad (parafraseando la famosa novela Cien Años de Soledad, del Premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez). Es un dato curioso en un país donde todavía tenemos comunidades que no conocen la energía eléctrica y muchísima gente carga el agua en latitas y potecitos en plena capital.
El gas licuado de petróleo es un recurso que usan los choferes para invertir menos en combustible y cobrar el pasaje como si estuvieran usando gasolina, pero que a cada rato escasea y son irritantes las larguísimas filas que debemos sortear para poder adquirirlo y por consiguiente encender nuestras estufas.
¿Es a eso que le llaman progreso? Parece más el engranaje del desorden, el chantaje y la permisividad.
Después queremos achacarle a “la falta de oportunidades” toda la culpa de que la gente opte por el Canal de la Mona o emigrar a como dé lugar para nunca más volver por estos predios, muy a pesar de los lazos familiares, la cultura, los amigos y luchando a muerte contra la nostalgia y aquello de que el melao de casa es el más dulce.
De seguir las cosas como están no pasaremos de ser una caricatura de país, donde a quien intenta aplicar las leyes se le tilda de dictador o cede al chantaje de los segmentos sociales de turno afectados por las medidas que regularizan las anomalías.
Evitemos, entre todos, que el nuestro siga convertido en el país de la permisividad y el desorden, pues así lo heredarán como siempre lo soñamos para nosotros mismos, tal como nos lo diseñaron Duarte, Sánchez, Mella y Luperón.