Los comunicadores somos muy dados a vivir criticando a los demás, a “meternos” en la vida de los otros, a trazar pautas morales, profesionales y éticas, a juzgar las acciones de los que se desenvuelven en actividades diferentes a la nuestra, como si fuésemos lo mejor de los demás. Nos creemos con licencia para “asesinar” reputaciones labradas al calor de trabajos intensos y buenas conductas, así mismo tenemos la seguridad que nadie puede enrostrarnos nuestros defectos profesionales y, en muchos casos, ser permisibles frente a acciones que no sólo deberíamos criticar, sino también enfrentar.
Como pertenezco a esa clase “intocable” (al menos, eso se creen algunos de mis colegas) en este artículo me la “voy a jugar”, a riesgo de ser catalogado como un renegado, un rebelde sin causa o alguien que se ha quedado atrás en la profesión.
El asunto es el siguiente: definitivamente estamos pasando vergüenza cuando participamos en ruedas de prensa encabezadas por artistas, especialmente internacionales, al momento de pedir turnos para intervenir en esos encuentros.
Tanto comunicadores de la nueva generación, como algunos de los que tenemos ciertos añitos en estos menesteres, estamos asistiendo a esas citas más para demostrar lo poco o mucho que sabemos del artista, que de enterarnos de algunos aspectos relacionados con la profesión que ellos ejercen. En otras palabras, lejos de preguntar, lo que hacemos es utilizar el tiempo para dictar mini charlas y, al final de las disertaciones, no se producen las interrogantes que todos esperan.
En Santiago, en los últimos meses tuvimos tres figuras de proyección continental: Alberto Cortez, José Feliciano y Wilkins y, en honor a la verdad, me sentí avergonzado, en mi condición de comunicador, por la participación de la mayoría de los colegas y “colegas” en esos encuentros.
Para que usted tenga una idea de hasta dónde mi clase ha ido perdiendo importancia y trascendencia, le digo que, en la rueda de prensa con Alberto Cortez, apareció un “coleguita” que tomó el micrófono sólo para decirle al famoso músico, compositor y cantante argentino que era su tocayo (se llama también Alberto) y que le permitiera llegar hasta él para saludarlo.
Una dama de la comunicación llevó a su esposo (que tiene como hobby la música) para que este dijera que Cortez es su ídolo de siempre. Otra desperdició el tiempo para decir que una vez tuvo un programa de radio y que ha sido tan fanática suya, que el tema de ese espacio era una canción de Alberto.
Otros, como la directora del Gran Teatro del Cibao (donde se produjo el encuentro) tomaron el micrófono para dar a conocer las canciones que más les gustaban de ese artista y, para rematar, les solicitaron que cantara “a capela”, aunque fuera una estrofa de cada una de ellas. ¡Qué barbaridad!
Este hombre, tan inmenso como popular, los complació sin inmutarse, aunque me imagino que, cuando se vio liberado de esa “rueda de prensa”, se habrá llevado la peor de las impresiones de los comunicadores y “comunicadores” de Santiago.
En el caso de José Feliciano, allí se apareció un locutor que tomó el micrófono sólo para hacer una síntesis de la biografía personal y artística del cantante, compositor y músico boricua, sin llegar a preguntar nada.
Peor suerte tuvo Wilkins, quien encabezó una rueda de prensa transmitida en vivo por un programa de televisión y tuvo que soportar las añoranzas de los comunicadores presentes y casi todos se olvidaron de inquirir sobre su carrera artística y hasta de su condición de propietario de una empresa fabricante de finos vinos.
Ante esas realidades irrefutables, me permito sugerir a quienes en el futuro vayan a organizar encuentros parecidos, olvidarse de la cantidad de comunicadores y “comunicadores” a invitarse y concentrarse en la calidad de los convocados.
Es tiempo de que dejemos el populismo y la complacencia entre nosotros mismos. Por favor, que no continúen incentivando ese relajo que nos deja muy mal parados, a los ojos de figuras de estaturas continentales como las antes citadas.
Olvídense de llenar un salón con colegas y “colegas” que sólo buscan sobresalir más que el propio invitado, formulando preguntas torpes o dictando mini-conferencias. Se los pido en el nombre de San Judas Tadeo, patrono de lo imposible.