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Portada Opinión Columnistas

Bukele: La ruta hacia la dictadura

por Luis R. Decamps
agosto 5, 2025
en Columnistas, Opinión
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Debates sobre la reelección en el 2011: Feria de caretas

Luis R. Decamps es abogado y politólogo.

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Lo que ha acontecido en El Salvador, naturalmente, casi no ha sorprendido a nadie.

La reciente decisión de la Asamblea Legislativa de la República de El Salvador (Congreso unicameral, controlado absolutamente por el oficialismo) en el sentido de eliminar toda restricción constitucional a la reelección presidencial, aprobada junto a otras providencias que tienden a apuntalar la autoridad ejecutiva, desgraciadamente coloca a esa nación en la conocida ruta hacia la dictadura.

(Como hay quienes parecen querer olvidar lo que es una dictadura, conviene recordar que su raíz literal es el vocablo latino “dictator” -el que dicta, manda y ordena-, y que aunque en su acepción romana está referida a un magistrado escogido por sus altas virtudes cívicas para detentar el poder de manera temporal y total -sólo con algunas restricciones- en momentos de graves crisis, en nuestros tiempos el concepto designa a un tipo de régimen político en el que, sin distinciones de ideologías o posiciones en el espectro partidista, el gobernante asume y ejerce, legal o fácticamente, todas las facultades de dirección del Estado sin contrapeso, supervisión, control ni oposición).

Lo que ha acontecido en El Salvador, naturalmente, casi no ha sorprendido a nadie, y no sólo porque ese sesgo o ruta de los gobiernos autoritarios sea un lugar común en la Historia, sino también debido a que la preeminencia de la fuerza sobre la razón en el manejo del Estado (y subsecuentemente del individuo sobre las instituciones) se ha banalizado en este siglo XXI, una centuria en desarrollo cuyos perfiles espirituales más sobresalientes son el descrédito de la cultura, el prestigio del narcisismo, el auge de la ideología religiosa fundamentalista y una espectacular resurrección del extremismo de derecha.

Como el suscrito ha dicho en otro lugar, el autoritarismo está de moda en el mundo y la razón democrática se tambalea entre espasmos de descreimiento, disfuncionalidad y deslustre, y de manera tan dramática que se han levantado de sus cenizas y de manera desafiante sobrecogedores difuntos del pensamiento filosófico y político como el irracionalismo confesional, la nostalgia totalitaria, la arcaica “guardiología”, el desprecio por los derechos y las libertades y, sobre todo, la terrible y ya omnipresente devoción neogeneracional por los pavorosos amaneramientos políticos, sociales y culturales del autoritarismo.

En tal contexto circunstancial -hay que insistir en ello- resultaba más que previsible que el presidente Nayib Bukele no resistiera la tentación de triturar la alternabilidad en El Salvador como medio para enrutarse hacia la permanencia en el poder sin constreñimientos constitucionales, y muy especialmente en estos instantes porque las encuestas revelan que en los últimos meses su popularidad se ha estado resintiendo ligeramente sin dejar de ser, más allá de sus controversiales peroratas y determinaciones, uno de los mandatarios con mayor asentimiento social en el continente y uno de los paradigmas preferidos de la gente joven.

(El leve descenso en la popularidad del mandatario salvadoreño ha sido atribuido por los observadores básicamente al rechazo ciudadano a su manejo de varios temas ecológicos y financieros, pero en general la percepción pública sobre su mandato sigue siendo ampliamente favorable, particularmente cuando en los muestreos se invoca directa o indirectamente su política de erradicación de la criminalidad y la delincuencia).

Bukele, como se sabe, es un experto en publicidad (la estudió académicamente y la aplicó con excelentes resultados en las empresas familiares) que se montó en la ola conteporánea de abominación por la política tradicional (toda: la de derecha, la de centro y la de izquierda) tras el fracaso sucesivo de los proyectos intervencionistas (democristianos, socialdemócratas y posmarxistas) en la conducción del Estado y la economía que, en su momento, constituyeron la esperanza de los depauperados y de las clases medias para “subsanar” los estragos del fundamentalismo de mercado de los proyectos neoliberales de la víspera.

Bukele tampoco no estuvo ausente de las gestiones gubernamentales de socialdemócratas y posmarxistas (de hecho, fue electo alcalde de Nuevo Cuscatlán, 2012-2015, y de San Salvador, 2015-2018, en la boleta del FMLN), pero saltó del barco cuando, después de una par de períodos de gran crecimiento económico, El Salvador entró en un ciclo de agravamiento de las carencias materiales y espirituales de la gente y de aparición de bandas delincuenciales todopoderosas y abracadabrantes que prácticamente arrodillaron al Estado y vandalizaron a toda la sociedad.

La erradicación de la criminalidad y la delincuencia, logro innegable de la administración de Bukele, ha creado un ambiente de paz y tranquilidad que ha sido agradecido por todo el pueblo salvadoreño (y muy específicamente por los integrantes de su aparato productivo, que eran rehenes de las bandas), pero se ha alcanzado a un costo bastante alto desde el punto de vista del Estado de derecho: la quiebra de la institucionalidad pluralista (el Ejecutivo controla todos los poderes públicos y embiste diariamente contra las organizaciones de la sociedad civil), la supresión de libertades fundamentales y la vigencia de un régimen de control policíaco-militar que no deja de recordar a las “democracias populares” del Oriente europeo y a los “gobiernos de regeneración” (dictaduras civiles o militares) de Asia, África y América Latina.

Por supuesto, la tensión entre las necesidades del orden público y el ejercicio pleno de las libertades no es nuevo (antes al contrario, es la cuestión nodal de la política como disciplina del ejercicio del poder desde el siglo XIX), como tampoco lo es (enseñanza elemental y persistente de la Historia) que quienes se inclinan por una preeminencia incondicional del primero terminan casi siempre estableciendo una dictadura, y quienes lo hacen por las segundas concluyen permitiendo la gestación de grupos que minan la paz y la autoridad del Estado… La antinomia de desenlace parece simplemente cómica, pero en realidad es la tragedia mayor de la política en todas las latitudes y en todos los tiempos.

Es obvio que Bukele, como buen integrante de la oligarquía salvadoreña, optó -¡maña fuera!- por darle prioridad al orden público, y para ello hubo de distanciase de sus orígenes filoliberales y protoprogresistas, acercarse a la racionalidad castrense que no era de su simpatía en sus años mozos y, finalmente, actuar como un outsider de la política tradicional no tanto para renegar de ella como para intentar liquidarla o llevarla a su mínima expresión en tanto “nido de corruptos” y “ejercicio contemplativo de debilidad” frente al nuevo enemigo “disolvente” de la sociedad: las famosas y aterradoras “maras”.

(Y -que no se olvide- también eso último lo ha logrado Bukele: los grandes líderes y partidos del sistema, calcinados por el desdoro originado en la ineficacia y la corrupción, virtualmente carecen en estos momentos de presencia orgánica, pues han quedado reducidos a nombres y siglas cuya mención en la sociedad evoca épocas que nadie quisiera recordar y dan pie a palabrotas de rechazo, “cortadas” de ojo y pucheros de todo rango y alcance).

La cuestión, empero, aunque sea antigua y conocida, está en pie nuevamente a propósito del caso de Bukele y El Salvador, y mucho más ahora con el vericueto de “reinado republicano” abierto por su Asamblea Legislativa y secundada con silentes “aplausos chinos” por sus admiradores de todo el orbe: ¿vale la pena sacrificar el Estado de derecho y las libertades en el ara del orden público? O mejor: ¿la paz y la tranquilidad merecen el sacrificio de la legalidad y las libertades?

Históricamente las respuestas a esa cuestión también han estado claras: quienes se apegan al conservadurismo, el tradicionalismo, el fundamentalismo religioso, la satisfacción de las necesidades primarias, el individualismo y el mantenimiento de los privilegios económicos y sociales habitualmente entienden que eso es lo correcto, mientras que los que se decantan por el liberalismo, la solidaridad humana piadosa, las reformas económicas y socioculturales, el cultivo de la espiritualidad más amplia y plural, la religiosidad no teocrática y el bien común generalmente consideran que no lo es.

Y, por supuesto, en lo atinente al tema, y dado que es un socialdemócrata inveterado e “irremiso” (y, por lo tanto, un “pendejo” devoto y prosélito de valores que hoy no están de moda, pueden ser molestosos y van “a contracorriente” del momento), el derrotero que indican las “luces direccionales” del pensamiento del autor de estas líneas se cae de la mata: cree que la suprema manifestación del genio político reside precisamente en encontrar el punto de equilibrio entre las necesidades del orden público y el ejercicio de los derechos y las libertades.

Por ello, la decisión adoptada por los legisladores salvadoreños le parece -punto más, punto menos- otra manifestación política de un “corte” conductual que también está en boga hoy en todas las esferas de la vida humana: procurarle a los problemas o a las crisis la rápida y quirúrgica “solución del bruto”, porque estudiar, razonar y actuar con espíritu de justicia (filosófica, religiosa, ideológica o ética) puede ser demasiado tedioso y fatigante.

Por Luis Decamps (*)

(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo domingo.

[email protected]

Etiquetas: Nayib Bukele
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