Las redes sociales y el oficio de destruir reputaciones
En la República Dominicana, y en buena parte del mundo, las redes sociales han abierto nuevas vías para la expresión ciudadana, la denuncia y el acceso plural a la información. Pero también han dado cabida a una peligrosa distorsión del ejercicio comunicacional: la difamación convertida en oficio, sostenida por personajes que se escudan en la supuesta libertad de expresión para lanzar calumnias impunemente, sin asumir responsabilidad alguna.
No es lo mismo criticar —incluso de forma severa— la gestión de un funcionario público, que pretender triturar su honra. Confundir el escrutinio legítimo con el ataque personal deliberado es no entender la diferencia entre periodismo y agresión. Y si se entiende, pero se actúa de todos modos, entonces estamos ante algo mucho más grave: una conducta perversa, que no busca justicia ni verdad, sino poder e intimidación.
La honra y la intimidad de cualquier persona —sea funcionario, empresario, sacerdote o ciudadano común— merecen respeto. No puede aceptarse que desde cuentas de redes sociales, o cualquier otro medio, se construyan narrativas falsas, se inventen historias o se deformen hechos para satisfacer agendas personales, buscar notoriedad o presionar a empresas y entidades públicas para obtener beneficios.
Hemos visto surgir lo que podríamos llamar “turbas digitales”: individuos que operan como francotiradores de reputaciones, algunos con motivaciones políticas, otros buscando monetizar el morbo, y no pocos que recurren al chantaje directo. Este tipo de prácticas coloca a la comunicación al borde del crimen, y no deben confundirse con el ejercicio del periodismo.
El caso del señor Ángel Martínez es ilustrativo. Autodenominado detective e influencer, ha construido una audiencia apelando a revelaciones sensacionalistas y señalamientos sin pruebas suficientes, muchas veces afectando la vida de terceros. Su experiencia y edad no lo eximen de la responsabilidad, al contrario: si realmente fue detective, conoce los límites legales y éticos del oficio, por lo que su actuar resulta aún más grave. En un país de derecho, nadie debe estar por encima de las normas que protegen la dignidad humana.
Convertir la difamación en una estrategia de vida, en un negocio o en una forma de presión pública, no es solo una práctica ruin: es una amenaza para la convivencia democrática. Quien utiliza su visibilidad digital para destruir, en lugar de informar, no es comunicador: es un agresor con micrófono.
Es momento de seguir el debate y, sobre todo, de exigir responsabilidad penal y social a quienes han confundido la libertad de expresión con la licencia para el descrédito. Porque sin verdad, sin límites y sin ética, no hay periodismo posible. Solo caos y destrucción.
Por eso apoyo a todo aquel que se haya sentido difamado o injuriado en cualquier medio de comunicación o redes sociales. Y el acusador, debe probar su en los tribunales sus afirmaciones en los medios.