La mera verdad es que vivimos en la época de la “administración”, de la “gerencia” y del gatopardismo (“gestión” de la realidad y cambios faciales para que todo siga igual)
A despecho de las proclamas, las adhesiones estatutarias y las membresías en entidades multipartidistas internacionales, en realidad ya quedan en el mundo muy pocos “proyectos de Nación” basados en ideologías políticas y, por lo tanto, tampoco son abundantes las apuestas de transformación de la sociedad y el Estado en dirección a una modificación sustancial del rumbo histórico a través de la reforma estructural o la revolución.
(Se asume aquí el concepto de ideología en su versión clásica no ortodoxa, es decir, como un cuerpo más o menos organizado de ideas y propuestas de deconstrucción y construcción en permanente tensión y constante cambio en el contexto de una realidad determinada, y por consiguiente a veces también inevitablemente como doctrina o estructura de “verdades” universales e inamovibles).
Ciertamente, si hacemos la excepción de los malogrados proyectos socialistas o estatistas paraguas (vinculados casi todos a las corrientes marxistas autoritarias o a las confusas y vacuas oriflamas ultranacionalistas y corporativistas) y de las formulaciones de las corrientes religiosas fundamentalistas (hermanadas en un enfoque sectario y teocrático que también se ha develado infecundo), nada hay, nada opera y nada queda de las grandes apuestas políticas ideológicas.
La mera verdad es que vivimos en la época de la “administración”, de la “gerencia” y del gatopardismo (“gestión” de la realidad y cambios faciales para que todo siga igual), y aunque el origen de su racionalidad es puramente mercurial (o sea, procuradora de beneficios o rentabilidad), está de moda reivindicarla como panacea para dirimir los maximalismos de los políticos en el ejercicio de los poderes públicos (que en la mejor tradición aristotélica deberían estar al servicio del bien común, no de los beneficios o la renta).
(El colmo de la “alienación del mercado” -con sus coloridos tintes de “galloloquismo” y ausencia de sensibilidad humana- fue conocido por el suscrito hace unos días cuando escuchó a una joven dirigente política afirmar de manera oronda en un programa de televisión que “la familia es una empresa” y hay que “pensarla y administrarla” como tal, pateando -acaso sin saberlo- toda la milenaria ética judeocristiana, muy a contrapelo de que ella se define como “una mujer de Dios”).
Por supuesto, no debe olvidarse que esa racionalidad se encuentra considerablemente a tono con la ausencia de perspectivas históricas (ni el pasado ni el futuro importan: lo único que existe de manera tangible es el presente), el descrédito de la cultura (el saber y la educación únicamente son importantes si son materialmente “útiles” o generan riqueza individual) y la alegre aunque bastante deportiva proclamación de la “muerte de las ideologías” (cuya intención, naturalmente, es sólo política, no vaya a ser que a alguien se le ocurra darle, por ejemplo, connotaciones religiosas o económicas).
(Acaso no sea impertinente reseñar de paso que, fuera del desborde antiético y la devoción por el autoritarismo y el corporativismo que acusa, la ultraderecha contemporánea en ascenso por todo el mundo -especialmente la tipo Orbán, MAGA, Abascal, Bolsonaro, Bukele o Milei- no sólo reclama su adhesión a la nulidad doctrinaria no religiosa, sino que virtualmente no califica para erigirse en ideología política: carece de base cultural, no exhibe suficiente elaboración teórica, es esencialmente pedestre desde el punto de vista del razonamiento científico y, sobre todo, se proyecta tan fugaz e insostenible en el panorama histórico como sus referentes de principios de siglo XX).
Nada de ello obsta, empero, para que se alimente legítimamente la sospecha de que todo eso pudiera no ser otra cosa que el bulo más penetrantemente exitoso de la política posmoderna, porque niega lo evidente: todo es ideología en el ser humano, y si esta muriera (inclusive la política) también lo harían los intereses de éste y su propio existir, lo cual conduciría en muchos sentidos a una negación de la naturaleza humana y a una maniquea pero infantil contradicción ontológica.
El bulo, más bien, parece un esfuerzo por santificar el reemplazo de los estilos de vida clásicos por uno basado en el mal gusto, la vanidad, el consumo, el espectáculo y la vitrina (que a ojos vistas nos lleva a una transversalización de los medios digitales en la vida social y personal, a una individualidad extrema y a una ausencia casi total de empatía real con el semejante), y para la asunción de la vida como un tránsito cósmico (¿o cómico?) momentáneo que hay que hacer en “modo” de bullanguería y narcisismo, y sin pensar en el mañana como espacio que se edifica a partir de las premisas del hoy.
Es en ese sentido que pudiere interpretarse (al margen del plagio a las viejas peroratas de Og Mandino y Joyce Brothers sobre el “trabajo productivo”, el “progreso”, la “realización personal” o el “crecimiento individual”) el hecho de que actualmente nos esforzamos por crear una sociedad de “emprendedores” (es decir, de administradores y gerentes, más que de productores, trabajadores y seres humanos para vivir decentemente la vida), y les estamos inculcado a las nuevas generaciones la altamente sospechosa e impracticable convicción de que todos podemos ser negociantes, innovadores y ricos, e inclusive la antiquísima pero peregrina conseja de que esto depende solamente de nuestra dedicación y nuestros esfuerzos.
Cualquier conocedor elemental del devenir humano sabe, valga la insistencia, que todo eso es ficción (como puede comprobarse en este momento con las estadísticas de sobrevivencia y éxito de los emprendimientos, localizables en las publicaciones gubernamentales o privadas sobre el tema, y con una simple incursión en Google), pero es un fenómeno hoy generalizado, precisamente porque la mayoría abrumadora de los ciudadanos carece de referencias históricas o de interés por conocer el pasado (entendiéndose que este debe morir, pero no al estilo revolucionario sino al estilo del nihilismo y el consumismo esencialista) y porque los Estados lo auspician para garantizar la paz social a través de la esperanza y porque constituye un gran negocio para los grupos que manejan la economía y las finanzas.
No hay mucha gente que haya reparado en ello, pero la verdad es una y simple: estamos reproduciendo el mismo modelo de creación de riqueza individual que se ha usado a lo largo de toda la historia humana (solo pausado por algo más de medio siglo con los modelos de liberalismo utópico -Locke, Smith y Ricardo- y los ya citados del socialismo autoritario, el ultranacionalismo y el corporativismo), un modelo que no sólo ha fracasado reiteradamente, sino que ahora, con la mentada promoción del emprendedurismo como pócima universal, provocará irremediablemente mayor inequidad (a través del endeudamiento personal y la generalizada frustración) porque sólo para un pequeño porcentaje será auténticamente provechoso.
Pero, claro, la cuestión es -y hay que repetirlo hasta la saciedad- que ese modelo es un diamante frente al carbón de sus pares alternativos conocidos, y que esta inferencia, enlazada a la fascinación por el consumo y el placer individuales, hace de él la cosa más natural, apetecible y memorable del mundo… Y todo esto se dice aquí, por supuesto, pidiendo las debidas disculpas por la franqueza, que puede resultar para algunos amigos una especie de purgante frente al extendido optimismo por el raro funeral de las ideologías políticas.
Por Luis Decamps es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.