Ciclos de renovación tan cortos hacen a las empresas extremadamente vulnerables a la discrecionalidad administrativa y al riesgo político
Por Toni Aquino Rosario-Economista
La República Dominicana se encuentra en un umbral histórico con la introducción al Congreso Nacional del nuevo proyecto de ley para la regulación de los juegos de azar. Esta iniciativa, impulsada por el Poder Ejecutivo, representa una oportunidad trascendental para sustituir el disperso y anacrónico sistema regulatorio actual por un marco jurídico moderno, coherente y adaptado a las realidades sociales, económica y tecnológica del siglo XXI.
No obstante, la calidad de una legislación no se mide solo por sus intenciones, sino por el rigor de su construcción. Análisis previos, como los expuestos por el politólogo Isidro Tejada, ya han puesto en evidencia con notable agudeza las profundas deficiencias lógico-semánticas que aquejan al texto. Su crítica revela de manera clara que la arquitectura lógico-conceptual profundamente defectuosa en la que quedo articulado, harían que sus disposiciones sean jurídicamente inaplicables.
Pero más allá de estas indispensables observaciones sobre la forma, subyace un problema de fondo igualmente alarmante en su sustancia económica. Como economista, mi propósito es analizar cómo el proyecto de ley, en su forma actual, combina dos elementos que, de ser aprobados, resultarían económicamente perniciosos: un régimen fiscal fundamentado en un modelo impositivo anticuado y distorsionador, y un sistema de licenciamiento que institucionaliza la incertidumbre. Esta dañina combinación, lejos de fomentar un sector formal robusto, parece diseñada para reprimir la inversión, estrangular la competitividad y, paradójicamente, limitar el verdadero potencial de recaudación fiscal del Estado.
Ventas brutas no es igual a Ingresos Brutos.
En primer lugar, el proyecto erige su andamiaje fiscal sobre una base conceptualmente errónea: gravar las “ventas brutas o el total apostado, ignorando por completo la estructura de costos inherente al negocio del juego y, por ende, la capacidad contributiva real del operador. El ingreso de una empresa de juegos no es el torrente de apuestas que recibe, sino el margen residual que queda tras pagar los premios, una cifra conocida técnicamente como Ingreso Bruto del Juego (GGR). Imponer un impuesto sobre el flujo total es tan ilógico como gravar a un supermercado por el valor de toda la mercancía en sus estantes, en lugar de por sus ganancias.
Como economista, mi propósito es analizar cómo el proyecto de ley, en su forma actual, combina dos elementos que, de ser aprobados, resultarían económicamente perniciosos: un régimen fiscal fundamentado en un modelo impositivo anticuado y distorsionador, y un sistema de licenciamiento que institucionaliza la incertidumbre.
Las consecuencias de este error de diseño son matemáticamente devastadoras. Una tasa del 10% sobre las ventas brutas en un juego con un 95% de retorno al jugador equivale, en la práctica, a un impuesto del 200% sobre el ingreso real del operador. Incluso una tasa aparentemente modesta del 1% sobre las ventas anularía por completo el margen de beneficio neto promedio del sector, sentenciándolo a la inviabilidad económica. Ninguna empresa legítima podría sobrevivir a semejante escenario fiscal. Este modelo no solo asfixia al operador legal, sino que además despliega una alfombra roja para la competencia desleal: las plataformas offshore no licenciadas, sin carga tributaria alguna, pueden ofrecer premios mucho más atractivos. En efecto, la ley estaría utilizando el poder del Estado para hacer al mercado formal menos competitivo que su contraparte ilegal, incentivando una migración de consumidores hacia sitios no regulados, inseguros y que no aportan un solo centavo al fisco. El resultado predecible es un sector formal anémico y poco innovador, frente a una vasta economía subterránea que florece al margen de la ley.
Si el andamiaje fiscal del proyecto es un veneno para la rentabilidad, su régimen de licenciamiento es una daga apuntada al corazón de la inversión. El texto institucionaliza la incertidumbre al establecer plazos de vigencia irrisoriamente cortos —destacando el de apenas dos años para las casas de lotería— para una industria que, por su naturaleza, es de capital intensivo. La implementación de plataformas tecnológicas, la ciberseguridad, la infraestructura física y la construcción de marca son inversiones significativas que exigen horizontes de amortización a mediano y largo plazo. Ningún agente económico racional erige una infraestructura de millones de dólares sobre un terreno cuyo contrato de alquiler vence en veinticuatro meses.
Establecer un ciclo de renovación tan breve crea una incompatibilidad fundamental entre la necesidad de inversión y la seguridad del retorno. A esta incertidumbre se suman costos recurrentes, como la onerosa tasa de renovación de RD$317,765.80 indexable por cada permiso de cada casa de lotería, la cual, combinadas con la precariedad del plazo, transforman la planificación a largo plazo en un ejercicio de alto riesgo.
Cuando las condiciones fiscales ya son insostenibles, estos costos y la vulnerabilidad ante la discrecionalidad administrativa de un proceso de renovación no detallado en la ley, hacen del negocio una apuesta impensable.
El incentivo económico que se genera no es hacia la solidez y la innovación, sino hacia la precariedad: minimizar la inversión, optar por tecnología obsoleta y priorizar la supervivencia a corto plazo sobre la construcción de empresas sostenibles.
Este sistema de licencias precario genera los siguientes incentivos económicos negativos:
1. Los operadores optarán por minimizar sus inversiones de capital, recurriendo a tecnología más barata y obsoleta, y limitando los gastos en innovación y desarrollo. ¿Para qué invertir en una plataforma de vanguardia si no hay garantía de poder utilizarla más allá de dos años?
2. La incertidumbre sobre la renovación desincentiva la creación de empleos de calidad y la inversión en la formación a largo plazo del capital humano.
3. Ciclos de renovación tan cortos hacen a las empresas extremadamente vulnerables a la discrecionalidad administrativa y al riesgo político, lo que puede incentivar la búsqueda de estabilidad a través de canales informales en lugar de la competencia en el mercado.
Estas consecuencias negativas del régimen de licenciamiento que dispone el proyecto impedirían que se fomente la construcción de empresas sólidas y sostenibles, a la vez que promovería modelo de negocio precario y de corto plazo, en detrimento de la calidad del servicio, la innovación y la estabilidad del propio sector que la ley pretende formalizar.
La disyuntiva para el legislador no es entre regular o no regular, sino entre una regulación que asfixia y una que fomenta y transparenta. La elección es entre un círculo vicioso de informalidad y baja recaudación, o un círculo virtuoso de inversión, competencia, innovación y una contribución fiscal sostenible y significativa para el desarrollo de la República Dominicana.
El proyecto de ley de juegos de azar de la República Dominicana nace con una aspiración correcta: ordenar un sector complejo y vital para la economía. Sin embargo, su éxito no puede depender únicamente de la voluntad política, sino de la solidez de su diseño económico.
La confluencia de un sistema fiscal punitivo y un régimen de licenciamiento precario crea una "tormenta perfecta" que amenaza con hundir al mercado legal antes de que zarpe.
El impacto económico combinado de estas disposiciones es predecible: un sector formal pequeño y poco competitivo, reacio a la inversión y tecnológicamente rezagado, que coexistirá con un mercado ilegal y offshore vibrante y en expansión.
Este escenario es el peor posible para el Estado, pues se traduce en una menor recaudación fiscal, una mayor desprotección para el consumidor y una pérdida de control sobre la actividad.
El sector Juegos opera en un mercado con una demanda “elástica”, en relación con los precios y tarifas, es decir es poco conveniente y muy difícil realizar ajustes de precios o tarifas a los productos y servicios ofertados.
La ruta hacia una regulación exitosa exige una reconceptualización económico-fiscal filosófica. Es imperativo abandonar el anticuado modelo de tributación sobre ventas brutas y adoptar el estándar internacional del Ingreso Bruto del Juego (GGR), que grava el ingreso bruto efectivo (Cash) y fomenta la competitividad. Simultáneamente, es fundamental sustituir la precariedad de las licencias a corto plazo por un sistema que ofrezca estabilidad a largo plazo (plazos no menores a diez años, en línea con los modelos de evaluación de retorno de los proyectos de inversión), con procesos de renovación claros, técnicos y predecibles para los operadores que cumplen con la ley.
La disyuntiva para el legislador no es entre regular o no regular, sino entre una regulación que asfixia y una que fomenta y transparenta. La elección es entre un círculo vicioso de informalidad y baja recaudación, o un círculo virtuoso de inversión, competencia, innovación y una contribución fiscal sostenible y significativa para el desarrollo de la República Dominicana.