A primera vista la lengua tiende a lucir tan normal, sencilla y hasta inaprehensiblemente lógica para quienes la heredan.
La lengua no es un simple instrumento de comunicación y entendimiento entre los seres humanos (rol de suyo trascendental e inigualable, tan hazañoso que configura con tangible precisión la presunta superioridad del Homo sapiens sobre los demás integrantes del reino animal): más que eso, puede ser considerada como la “plataforma” espiritual sobre la cual nacen y se desarrollan la conciencia, el pensamiento, la cultura y la civilización.
En efecto, la lengua es el elemento de integración y cohesión sociales más poderoso y efectivo que puede identificarse en la dinámica interhumana, superando con mucho a la historiacomún, la religión compartida y la construcción ideológico-jurídico societal, bases ontológicas del Estado-nación en las ahora ignoradas tradiciones antropofilosóficas de Hegel, Morgan y Engels.
A primera vista la lengua tiende a lucir tan normal, sencilla y hasta inaprehensiblemente lógica para quienes la heredan o la asumen, que su naturaleza de nodriza de la inteligencia se percibe muy poco, y todo a pesar de lo irrefutable que resulta la proclama experta de que no hay ninguna sociedad, grupo o sistema de interrelación humana que no se fundamente, fortalezca y legitime de manera permanente y circular por medio de su “cemento” espiritual.
Como ya se insinuó, y al margen de la discusión sobre cuál le antecedió al otro o a la otra (analogía del falso dilema lógico del huevo y la gallina), sin el concurso de la lengua no hay forma de desarrollar el pensamiento (tanto para “adentro” como para “afuera”), crear interactividad sin confusión, entender y “exteriorizar” la interioridad humana y el mundo que la rodea, edificar o comprender las instituciones, o promover o construir culturas o civilizaciones.
Más aún: como la lengua es parte troncal de la cultura (sí, mucho más que la manufactura, y en muchos sentidos condicionando la inventiva) ningún intento de fusión social ha podido mantenerse en el tiempo sin liquidarla o arrinconarla (y, a la inversa, su sobrevivencia ha sido cimiento de toda resistencia tribal, grupal o nacional), razón por la cual todos los imperios -sin excepciones que confirmen la regla- han tratado de imponer la suya sobre los pueblos conquistados, colonizados o convertidos en “socios” o “aliados”.
(No huelga precisar la última de las afirmaciones que preceden: como contrapartida un tanto paradójica, la lengua -dentro de sus aspectos menos virtuosos– es una de las armas más efectivaspara “asimilar”, alienar, influir, manipular o controlarciudadanos y naciones, y una vez se produce tal fenómeno se hace más fácil y viable anular o quebrar las raíces y limitar o torcer las proyecciones identitarias: así, una nación puedeterminar desbancando social e históricamente a otra de manera pacífica y con total impunidad histórica).
En buena medida, nuestras tribulaciones sociohistóricas están originalmente asentadas en una contradicción de fondo derivada de la colisión de la lengua adoptada con la cultura hallada o encontrada: los conquistadores hablaban y pensaban en español,e impusieron la cultura hispánica sobre la cultura aborigen, generando gran parte de lo “civilizado” que tenemos y, al mismo tiempo, materializando la “pacificación”, la “evangelización” y la “integración”, y dejando el lastre de la tragedia de “inadaptación” (nombre bonito de la resistencia a la asimilación)que ya se conoce por el estudio del pasado.
En América de Sur y del Centro todavía existe esa “inadaptación”, y muchos de los pueblos nativos continúan tratando de preservar su integridad histórica a través de sus hábitats, su cultura y, sobre todo, su lengua, y aunque para nosotros el fenómeno deviene esencialmente anecdótico -las vemos como situaciones casi intangibles, en forma demenciones marginales en los medios de comunicación o por pura atención coyuntural debido a algún enfrentamiento violento con las autoridades-, lo cierto es que ello entraña un drama colosal y traumático para esos pueblos en su vida cotidiana.
Pero en una parte de América del Norte (esto no debe olvidarse, en especial ahora, con la guerra étnica interior emprendida por el presidente Trump) ocurrió lo mismo con los inmigrantes anglosajones y neerlandeses: a sangre y fuego impusieron su“civilización” (valores, idiosincrasia, lengua y pensamiento) sobre una cultura de carácter aborigen diversa y fragmentada, protagonizando uno de los fenómenos de aniquilación social más espantosos conocidos, si bien morigerado a posteriori con los “tratados” de paz y la creación de las inefables“Reservaciones”.
(Por supuesto, valga la insistencia, tales acaecimientos han sido registrados elementalmente, en síntesis, como una acción civilizadora frente al salvajismo, la barbarie o la superstición, y la racionalidad conquistadora de ayer y de hoy los ha reivindicado de modo plano y pleno con la santificación de la cultura intelectual, particularmente en sus aspectos ético-religiosos y jurídico-estructurales, omnipresente en la interpretación histórica más socorrida. Que, conste, valga la insistencia: cualquier parecido con algunas realidades actualeses pura coincidencia resaltada por gacetilleros, antropólogos, políticos e historiadores necios).
Al reparar en el destino final que tuvieron los intentos de imponer la “fusión” por parte de nuestros afrancesados, anglófilos, filohispánicos y proestadounidenses de los siglos XIX y XX (algunos aventurados en momentos en que la dominicanidad todavía era débil o casi subconsciente), es inevitable pensar en que ahora, cuando la dominicanidad ha alcanzado la mayoridad de conciencia, las apuestas al tenor que pudiesen estar incubándose (sin importar el origen) están condenadas al más miserable fracaso: ese tipo de imposición no es posible sin una liquidación total de la identidad nacional.
Y el autor de estas líneas está convencido de que en ese inevitable fracaso influirá poderosamente la lengua (que, como ya se reseñó, en su estado de plenitud espiritual comporta una cultura que conduce a la edificación de una civilizaciónnacional), pues tales apuestas inexorablemente chocarán con sus pares de la sociedad dominicana que están persuadidos de que, si ocurriese lo contrario, a lo sumo apenas podríamos tener una realidad política, social y económica tachonada de injertos y remiendos, o sea, una caricatura o, en el peor de los casos, un “Frankenstein” histórico. Nada más.
Por ello, aunque la existencia de lenguas con vocación deuniversalidad en el comercio, el arte, la literatura, la diplomacia, etcétera, es una realidad históricamente progresiva y plausiblepara garantizar su flujo dinámico, también tiene sus peligros en términos de transculturación y control espiritual, como se ha puesto en manifiesto en la geopolítica de los imperios: por su conducto igualmente podría venir un ataque pacífico pero letal contra la identidad nacional con esos disfraces coloridos disfraces.
Ergo: que -por ejemplo- romanos, otomanos, ingleses,españoles, portugueses, daneses, neerlandeses, alemanes,soviéticos, estadounidenses, rusos o chinos, en sus respectivas épocas y circunstancias imperiales o de expansionismo, hayan promovido o promuevan sus lenguas como vehículos de comunicación y control, resulta de lo más lógico, con el obvio riesgo que ello supone para las de los pueblos pequeños.
En esa dirección pragmática, sobre todo, es que se debería entender la preocupación de líderes y entidades que insisten en obligar a los inmigrantes a hablar la lengua oficial vernácula, sinnecesariamente tratar de liquidar las ancestrales, autóctonas o de origen, pese a que en los casos de hoy se trata habitualmente de minorías en ascenso y no de mayorías apabullantes.
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.