En nombre de la “nueva comunicación”, muchos usan las redes para destruir reputaciones sin pudor ni consecuencias, mientras una sociedad pasiva lo celebra como entretenimiento.
Santo Domingo. – Una camada de individuos —hombres y mujeres por igual— se ha enquistado en plataformas digitales, emisoras y canales de televisión de República Dominicana con una sola misión: difamar e injuriar a quien se les ocurra. Algunos lo hacen para monetizar a costa de la reputación ajena; otros, como parte de campañas organizadas para desacreditar adversarios o competidores.
Quienes se dedican a esa práctica, por lo general, no temen perder su reputación —si es que alguna vez la tuvieron—, atrapados como están entre el afán de lucro y la obsesión por la fama. Decir lo que les venga en gana se ha vuelto un deporte aplaudido por una sociedad que celebra estos desmanes mediáticos… al menos mientras no le toquen a ella.
Sin formación intelectual —o con ella, pero sin el menor respeto—, incluso hacia su propia familia, estos personajes se ufanan de su “fama”, mostrándose prepotentes y arrogantes. Se creen poderosos porque saben que su capacidad de chantaje ya les ha ganado el título de “intimidadores” sociales.
Llevamos años normalizando este peso muerto en el panorama mediático: insultos, difamación y calumnias convertidos en contenido estrella. Lo preocupante es que esto se ve alimentado por una sociedad seducida por el morbo, desde todos los estratos. La politización del debate público, centrada más en desacreditar que en argumentar, ha sido clave en esta degeneración.
Como me dijo un amigo ajeno al foro público: en la República Dominicana del “dale like y comparte”, la difamación se ha vuelto un deporte barato que da dinero fácil y, peor aún, fama instantánea. Basta un celular, un aro de luz y la osadía de insultar para que cierto grupito —de ambos sexos— monte su tarima virtual y destruya la reputación de otros. No hablamos de chismes de colmado, sino de una industria informal que factura a costa del honor ajeno, ya sea para monetizar un canal o ejecutar campañas sucias por encargo de políticos y empresarios.
Y así funciona el negocio, me dice. El libreto es predecible: se publica un “live” cargado de morbo, se etiqueta al supuesto corrupto y se lanza la bengala en los chats. En minutos, el algoritmo hace su trabajo: miles de pantallas reciben el contenido, cada clic suma centavos al creador y resta prestigio a la víctima. El daño se viraliza antes de que la verdad pueda siquiera calzarse los zapatos —parafraseando a Mark Twain—. Lo más grave: el público, entrenado en este “pan y circo” criollo, aplaude, mientras crea que la guillotina no lo alcanzará.
Los protagonistas de esta farándula tóxica no temen perder su buen nombre: algunos nunca lo cultivaron; otros saben que la mala fama también vende. Su arrogancia se apoya en la aparente impunidad. Sí, la Ley 53-07 sobre Crímenes y Delitos de Alta Tecnología castiga la difamación online con penas de tres meses a un año de cárcel y multas de hasta quinientos salarios mínimos. Pero el sistema pocas veces responde con la rapidez con que se sube un video.
La audiencia, al final, tiene la última palabra. Cada vista es un voto por el descrédito como espectáculo. Así como no tiramos basura en el Malecón, tampoco deberíamos ensuciar el timeline con contenido tóxico. Porque cuando nos toque el turno en la guillotina digital, será tarde para llorar.
En síntesis: la difamación es síntoma de un ecosistema comunicacional desequilibrado —poca educación, nula autorregulación y débil aplicación de la ley—. Hace falta un pacto tripartito: un Estado que garantice justicia sin mordaza, plataformas que transparenten sus algoritmos y ciudadanos que asuman la decencia como política editorial. Solo así podremos pasar de la “nueva comunicación” llena de “likes” y líos, a un diálogo digital que construya, critique con fundamento y, sobre todo, respete la dignidad dominicana.
