Gobiernos de distinto signo imponen límites a la sociedad civil organizada
Santo Domingo.-La libertad de asociación en América Latina vive una embestida sincronizada. De Venezuela a El Salvador, pasando por Paraguay y Perú, una oleada de leyes restrictivas amenaza con asfixiar a las organizaciones no gubernamentales (ONG), bajo la premisa de “ordenar”, “fiscalizar” o “proteger” al Estado. Aunque sus promotores militan en ideologías opuestas, el objetivo parece idéntico: silenciar a la sociedad civil crítica.
“La región no es ajena al fenómeno global de restricción de derechos civiles”, advierte Gina Romero, relatora especial de Naciones Unidas sobre el Derecho a la Libertad de Asociación y Asamblea. Desde Ginebra, subraya que estas normas buscan “incrementar el control estatal sobre las organizaciones sin fines de lucro”.
Romero detalla que el patrón se repite: modificaciones legales que, con definiciones vagas, otorgan poder excesivo a los gobiernos para fiscalizar, limitar financiamientos, imponer multas exorbitantes o incluso disolver ONG sin mediar garantías judiciales.
La excusa más recurrente: combatir el terrorismo o el lavado de dinero, con el respaldo normativo del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI).
“Estas leyes son un instrumento para criminalizar el disenso, limitar protestas y debilitar movimientos sociales que incomodan a los gobiernos, sin importar su color político”, agrega Romero.
La etiqueta de “agente extranjero” sirve para estigmatizar y reprimir
El caso más reciente es El Salvador, donde la Asamblea Legislativa aprobó en tiempo récord —una hora y veinte minutos— una nueva ley para organizaciones civiles. La normativa obliga a las ONG a tributar el 30 % de sus ingresos, en un giro insólito que traslada al Estado las funciones de estas entidades.
Además, deben justificar detalladamente el origen y uso de sus fondos, como si fueran sospechosas por defecto.
Otros países han ido más lejos. En Nicaragua, más de 5000 ONG han sido ilegalizadas desde 2020. Varias de sus sedes y bienes fueron confiscados, y decenas de activistas y periodistas, encarcelados, despojados de su nacionalidad o forzados al exilio.
En Venezuela, la ley vigente —que tipifica como “agentes extranjeros” a las organizaciones con financiamiento internacional— ha provocado el cierre de iniciativas como Alimenta la Solidaridad, que ofrecía comida a comunidades empobrecidas. La presión también alcanzó a Transparencia Internacional y otras entidades anticorrupción.
“El objetivo es claro: neutralizar la vigilancia ciudadana sobre el poder y restarle legitimidad a la acción colectiva”, opina el abogado peruano Mario D’Andrea, quien señala que estas leyes imponen dobles estándares. “Una empresa extranjera que invierte es bienvenida, una ONG que promueve derechos es perseguida”.
De Washington a budapest, la represión cruza ideologías y continentes
Esta tendencia no es exclusiva del sur global. Países como Hungría, Rusia, India o China aplican leyes similares. En Rusia, por ejemplo, el concepto de “agente extranjero” ya se traduce en represión judicial, vigilancia, estigmatización y censura.
Para Gina Romero, el auge de estas normativas es síntoma de un declive democrático generalizado, en el que gobiernos de derecha e izquierda convergen en su afán de controlar la narrativa pública. “La narrativa anti derechos y el señalamiento a ONG como enemigas internas se han vuelto moneda común”, advierte.
Desde México, el sociólogo Rafael Uzcátegui coincide: “Estamos ante una pandemia de autoritarismo que erosiona la institucionalidad democrática y empuja al activismo a sobrevivir en entornos hostiles”.
La estrategia de asfixiar legalmente a las organizaciones sociales, sostiene, no tiene alto costo político, como lo demuestra el caso de Nicaragua, y por ello se replica.
A la represión jurídica se suma un discurso oficial beligerante, campañas de desprestigio, desinformación y criminalización de líderes comunitarios, periodistas y defensores de derechos humanos. El panorama no solo amenaza a las ONG, sino al tejido democrático de las Américas.
En palabras de D’Andrea: “Cuando una sociedad no puede organizarse ni recibir apoyo, pierde su capacidad de defender derechos, y eso debilita a todos, incluso a quienes hoy se sienten protegidos por esas leyes”.
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