China ya está en posibilidad de superar a Estados Unidos en tanto potencia económica conforme a los indicadores mundiales más aceptables.
A pesar de sus esporádicos arranques de disrupción estatista (básicamente derivados de graves y puntuales crisis institucionales, financieras o sociales), históricamente los Estados Unidos de América han sido siempre considerados los paradigmas mundiales del respeto a las “reglas de juego” institucionales y las políticas de mercado y libre competencia, muy a tono con su espíritu fundacional y con el modelo liberal-republicano que asumieron a posteriori y hasta nuestros días. De ahí que aún durante el apogeo del “Consenso de Washington” (que se inició en el decenio de los años ochenta de la centuria pasada y avanzó como una tromba por el mundo derribando ideas y paradigmas de antaño hasta muy entrado el siglo XXI), sus apuestas en aquel sentido fueron cruciales en el contexto de la promoción del modelo económico que se impulsó para intentar superar las innegables aberraciones del intervencionismo estatal de todos los pelajes, pero se llevaron a efecto siempre reivindicando las citadas “reglas de juego”.
(Ese modelo fue mal denominado “neoliberal”, pues aunque se publicitó como una reivindicación del pensamiento de von Mises y Hayek, en la práctica se distanció de su espíritu libertario y de sus apuestas económicas basadas en la “mano invisible” que regula al mercado, tan hechizantes y utópicas como el “reino” de “la libertad y la solidaridad fraternal” de los comunistas y los anarquistas clásicos: no por casualidad el referente latinoamericano por excelencia de tal modelo fue durante mucho tiempo -¡Vaya por Dios!- el Chile de Pinochet y sus legatarios históricos).
En ese sentido, conviene recordar que desde las riberas del Potomac no solo se presionó insistentemente y de manera conminatoria al resto de los países del orbe para que abrieran sus puertos y mercados a través de tratados de libre comercio (en una fiebre antiarancelaria que transnacionalizó la producción de bienes y servicios y llenó de júbilo a las grandes corporaciones y al estamento importador-exportador), sino que inclusive se promovió la formación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y otras instancias supranacionales para canalizar jurídica e institucionalmente la coacción en este aspecto y, más aún, las temibles sanciones multilaterales.
Desde luego, todo eso lo planteaba Estados Unidos (secundado en su momento por Reino Unido y una parte de los Estados de Europa y Asia) después de la caída del muro de Berlín y del socialismo totalitario de orientación soviética, lo que presuponía que, a tono con la profecía de Fukuyama, lo convertiría en el amo indiscutible de un mundo unipolar, emocionalmente exhausto y fatigado en extremo por las revueltas laborales y sociales y el pensamiento levantisco propios de los tiempos posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
(El Estado inaugurado por la Revolución de Octubre de 1917 en la Rusia de los zares también fue equívocamente llamado “comunista” -yerro conceptual y fáctico originado en la anemia histórica y los desvaríos políticos de ciertos estadistas e intelectuales de Occidente, pero al que contribuyeron también los marxistas de la época con su arrogancia y sus inclinaciones totalitarias- cuando en los hechos nunca fue más que un régimen estatista de carácter burocrático y autoritario que, no obstante, en principio exhibió importantes avances en la organización del trabajo, la salud, la educación, la cultura, la ciencia y la tecnología).
La cuestión es que, a la larga y contrariando los pronósticos, el mundo unipolar se demostró inviable: Washington no pudo cumplir con sus expectativas políticas y económicas como líder planetario (pues ésta calidad implicaba una responsabilidad tanto de hegemonía como de abundante colaboración solidaria), y, apremiado por urgencias económico-financieras internas inaplazables, hubo en su momento de focalizarse en las latitudes en que sus intereses vitales como imperio lo exigían de manera más apremiante.
Claro, paralelamente se desarrolló otro peliagudo fenómeno: mientras por un lado, algunos de los aliados tradicionales de Estados Unidos empezaron a sentir la necesidad de soltar amarras en defensa de sus propios intereses, por el otro varios países no adscritos políticamente a sus ideas, aprovechando las nuevas realidades del comercio mundial, tensaron sus fuerzas productivas y despuntaron como sólidos actores en este último: China, la India, Rusia, Brasil, etcétera.
El caso más espectacular, por supuesto, ha sido el de China, que, combinando una economía de “libre mercado al servicio de la sociedad” (el eufemismo es suyo, no del autor) con una estructura política totalitaria y una cultura social de trabajo imputada de casi esclavista, rápidamente emergió como una potencia económica mundial, y todo en el marco de una relación de recíproca cooperación con Estados Unidos (secundada entusiásticamente por sus grandes empresas manufactureras y tecnológicas) que en los últimos años ha estado haciendo aguas por la naturaleza ideológicamente dispar y los disímiles objetivos estratégicos de ambos Estados.
China ya está en posibilidad de superar a Estados Unidos en tanto potencia económica conforme a los indicadores mundiales más aceptables, y con una tendencia cada vez más riesgosa para la influencia financiera de este último en zonas importantes del mundo. Y es que el gigante asiático no cesa de crecer y de vincularse con países que eran mercados habituales de los estadounidenses, mientras estos tienen una situación cada vez más modesta en este respecto, pues su crecimiento es casi imperceptible y siguen perdiendo hegemonía en el comercio internacional y en los mercados citados.
La conciencia de esa realidad fue lo que posibilitó que durante su primer mandato el presidente Donald Trump, de prometer en campaña una política exterior casi aislacionista (decía que sacaría las tropas estadounidenses donde estuvieran guerreando o protegiendo intereses de otros países) y de convivencia y negociaciones con China, Rusia, etcétera (recordando petulantemente sus dotes de “gran negociador” en el ámbito de sus actividades mercuriales), pasara a poner en marcha una política exterior de intervencionismo (Venezuela, Siria, Libia, etcétera), amenazas, sanciones y gendarmería mundial.
(Hay quienes hablaron en aquellos instantes del “pacifismo” o del “no intervencionismo” de Trump, y los ejemplificaron con la afirmación de que él no inició ninguna guerra ni bombardeó país alguno durante su mandato, pero olvidaron que tampoco sacó las tropas estadounidenses de Siria, Afganistán o Irak, y que no sólo se mostró siempre dispuesto a invadir a Venezuela sino que endureció las sanciones contra Cuba o Irán, lo que obviamente no resultaba compatible con las exceptivas que había despertado al respecto).
Naturalmente, algunos de los que escuchábamos las promesas de campaña de Trump entre 2015 y 2016 en el aspecto indicado y su concomitante defensa de los postulados de la Asociación Nacional del Rifle (principal órgano de presión de los fabricantes y negociantes de armas de los Estados Unidos) siempre tuvimos dudas de que él pudiera armonizar semejantes apuestas. Y, ciertamente, como se sabe, así ocurrió: ese primer período de gobierno fue “mucha espuma y poco chocolate”, si bien el multimillonario neoyorquino se lo atribuyó al “obstruccionismo” congresual demócrata.
En fin, el tema es que durante mucho tiempo existió una regla no escrita en los Estados Unidos: ni las ideas “iluminadas” ni las pretensiones personales de los líderes interesaban mucho a la postre, pues lo que importaba era la racionalidad vital del imperio (valores políticos ancestrales, intereses históricos, mercado, necesidades vitales y posicionamiento global), impuesta y defendida siempre por las élites gobernantes dentro de los parámetros estructurarles fijados por ese establishment tan zarandeado, pero siempre omnipresente, omnisciente y omnipotente como la suprema divinidad.
Esa regla, justamente, es la que ahora, durante su segundo período, ha estado destrozando Trump (amparado en el mandato que le dieron sus electores y con la complacencia militante de casi todos los republicanos, el apoyo de los tecnomillonarios, el desconcierto de los demócratas y el pánico de sus aliados europeos y asiáticos), y no hay duda de que hay mucha gente esperanzada o alborozada con esta ruptura, sobre todo porque debilita al “Estado profundo”, constituye un golpe inusitado a las élites políticas tradicionales, aleja al gobierno de las “odiosas” agendas reivindicadoras de las minorías “privilegiadas”, y propende a una reestructuración de las relaciones de poder que se jura y proclama favorable al pueblo llano.
La verdad es, empero, que por el momento, si hemos de ser honestos (es decir, más allá de todo cuestionamiento legítimo y al margen de deseos, especulaciones, controversias o fanatismos), nadie sabe a ciencia cierta en lo que va a terminar el rifirrafe de Trump contra el “establishment”… Una vez más será el viejo Cronos quien tendrá la última palabra.
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.