Sin libertad de expresión no hay democracia.
Hace unas dos décadas tuve la oportunidad de participar en la revisión de la Ley 6132 sobre Libertad de Expresión y Difusión del Pensamiento. El objetivo era claro: sustituir una norma desfasada por una que respondiera mejor a los desafíos de una democracia moderna. El proyecto resultante fue enviado al Senado por el entonces presidente Leonel Fernández (1996–2000), quien me designó como miembro de la comisión en mi calidad de presidente del Colegio Dominicano de Periodistas (CDP) durante el período 1999–2001.
De esa experiencia saqué una convicción firme: en democracia, cualquier regulación sobre comunicación debe empezar por proteger la libre expresión de la ciudadanía y, al mismo tiempo, garantizar el ejercicio profesional del periodismo. Hablo de quienes comunican, investigan, analizan e informan con responsabilidad, rigor y compromiso.
Sin libertad de expresión no hay democracia. Y sin libertad de prensa, ni garantías legales para periodistas, comunicadores y medios, lo democrático se vuelve una fachada. Una ley de medios no debe servir para perseguir, sino para proteger y ordenar. Debe impedir que los trabajadores de la información sean tratados como delincuentes por ejercer su oficio, sobre todo en casos de difamación, injuria u otros delitos asociados al derecho a informar, opinar o criticar.
El periodismo implica riesgos. Se puede errar, como en cualquier profesión. Pero cuando un error ocurre, el marco legal debe ofrecer mecanismos para corregirlo, incluyendo el derecho de réplica. Nadie debería quedar desamparado ante una publicación que lo afecte. Pero tampoco se debe criminalizar el ejercicio legítimo de comunicar.
El periodista —como cualquier persona que use un medio, ya sea impreso, digital o electrónico— asume una enorme responsabilidad. No importa si se hace desde la política, la farándula, el deporte o el análisis social. Lo que da dignidad a esta profesión es la actitud ética. El contenido puede ser crítico, edificante, incluso entretenido. Pero no puede convertirse en paredón para destruir reputaciones. Y peor aún es quien, tras dañar a otro, se presenta como víctima cuando es confrontado.
Cada afirmación debe poder ser sustentada. Si no se puede probar, hay consecuencias. Quien se sienta afectado tiene derecho a reclamar, incluso en los tribunales. Ir ante un juez es parte de los desafíos del periodismo serio. Desde un punto de vista ético, lo idea fuera que medios y periodistas, por igual, fijaran normas de calidad propias y controlar su efectivo cumplimiento.
Hoy, en la República Dominicana, el ecosistema comunicacional está saturado. Han entrado voces que no responden a códigos éticos, ni les interesa, que se creen con derecho a decir cualquier cosa solo porque pueden hacerlo viral. Algunos hasta se enorgullecen de esa arrogancia. Por eso, no es extraño que ciertos sectores reclamen una ley que ponga límites a esas extravagancias mediáticas, en especial en las redes. Y tienen razón. Pero esos límites deben servir para ordenar, no para censurar. Para proteger la libertad, no para coartarla.
Una ley de medios, bien pensada, no debe ser una amenaza. Debe ser una garantía.