Los actuales sistemas de gobierno, según nos dicen los entendidos, se fundamentan en el sistema democrático originado en la Grecia clásica. En el ágora se encontraban los ciudadanos griegos para debatir los temas que conciernen su convivencia civil y pública y procedían a votaciones para legislar el territorio. Todo ciudadano griego tenía derecho de voto. ¡Un buen sistema democrático!, sino fuera que no todos los ciudadanos reales eran considerados griegos; mujeres y esclavos estaban excluidos, de tal manera que las fuentes de producción de futuros conciudadanos y las fuentes de producción laboral eran ignoradas en los asuntos del momento.
Afortunadamente, las democracias actuales han mejorado mucho. Todo ciudadano tiene derecho de voto a partir de cierta edad, según el país de origen. Aún y así, todo depende de qué y quién consideremos ciudadano en nuestras sociedades. ¡Cuántos ciudadanos ecuatorianos, hindúes, bolivianos, marroquíes –conciudadanos nuestros– escogen los sistemas de gobierno de países en qué ya no viven, y no tienen derecho a escogerlos en aquellos que habitan! Las democracias deberían hacer un salto cualitativo en este terreno.
Así también, los procesos electorales quedan bien anclados en rivalidades y competividades lejos del verdadero deseo de posibilitar las mejores formas de gobierno al mayor número de ciudadanos posible. Los mismos políticos hacen campaña bajo presiones económicas, de márqueting, de desprestigio de unos y otros, incluso de violación de la intimidad personal…, que no permiten una exposición argumentada y señalada de lo que supuestamente quieren llevar a cabo durante sus legislaturas.
Se invierten esfuerzos e inversiones en esmerados análisis de dopaje que practican algunos atletas o deportistas en general, cuando lo que se juegan es un triunfo meramente competitivo –sin desprestigiar el esfuerzo y la buena deportividad. Pero cuando están en juego las personas, las formas de organizar la sociedad, los planes urbanísticos, las legislaciones de tantos asuntos económicos, sociales, de bienestar y relaciones intergubernamentales…, ¿no estaremos bajo otro tipo de dopaje que algunos políticos viven durante las apretadas campañas electorales y su estresante día a día? Humanamente parecen insostenibles los calendarios y las agendas que siguen durante estas campañas, manteniendo un ritmo frenético. Lo que se nos ofrece en los discursos políticos son palabras bastante sensatas, pero bastante a menudo manipuladas por intencionalidades no suficientemente claras o audazmente tergiversadas por un intercambio en función del poder.
Nuestras democracias deberían orientarse hacia el bien de los presentes, y los discursos políticos han de hacer el honor al tan declamado y reclamado civismo social que los mismos entes políticos difunden por todos los medios.
Es así como podríamos incluir un nuevo deber fundamental en todo asunto político: el civismo. Muchas campañas se hacen hoy a favor del civismo: civismo para conducir, civismo en el trabajo, civismo en la vía pública… ¿Cómo podemos recordar que en los debates políticos también el civismo ha de hacerse presente? Discurso mediatizados por un afán de desacreditar al adversario, manifestaciones en contra de unos y otros, intentos de polemizar lo que no es polémico…, parece que las campañas electorales presididas por el descrédito son ya tan habituales que no se nos ocurre reclamar civismo también en la política.
Y en tanto que reclamamos este civismo, también nos invitan a nosotros como ciudadanos de la polis, a vivir en coherencia cívica en las conductas que afectan la política. Entre ellas, por tanto, a ser responsables –dar respuesta– de como desacreditan nuestros representantes políticos, de como entran en esta espiral de descréditos y críticas permanentes. Desde nuestro papel de ciudadanos activos, podemos pedir que aquellos que nos representan nos expongan sus propuestas de actuación, nos argumenten sus proyectos, que velen para que todos puedan actuar y vivir según lo que piensa, y que tengan los pies en el suelo. Al mismo tiempo podemos manifestar nuestro rechazo ante aquellas manifestaciones que entran a formar parte de una espiral de violencia discursiva y una soberbia que hace que se erijan en poseedores de la única verdad posible. Pero no nos lleva a nada entrar en esta misma espiral incívica malogrando el prestigio y la dignidad de aquellos que nos representan y de la que todos somos merecedores.